Sirenas, nereidas, náyades y demás criaturas mitológicas y espíritus acuáticos, desde
tiempos ancestrales han merecido especial atención por los peligros que representaban para los navegantes, sobre todo
las primeras. No siempre eran de hermoso aspecto, lo cual no explicaría el porqué los tripulantes de las naves
se arrojaban al mar para seguirlas. O la simbiosis entre mujer y pez, que de seguro debería despertar la curiosidad
de más de uno. No. Su arma eran los cantos melodiosos y hechiceros que subyugaban hasta al más avezado de los
marinos. Al oír sus hermosas voces, sin excepción, se arrojaban a las olas en pos de ellas, esperando encontrar
placeres y satisfacciones: siempre encontraban la muerte, ahogados. La sabiduría popular aconseja que no debemos
oír cantos de sirena, que nos distraen de los verdaderos propósitos y lo único
que dejan como resultado, son engaños y desgracias.
No siempre las sirenas fueron mujer-pez. En la Grecia antigua, se representaban como pájaros con cabeza de mujer.
Posteriormente, como mujeres con pies de ave, con o sin alas, pero siempre encantando con los sonidos armoniosos de las
harpas que tañían. En algunas lenguas del Mediterráneo, se usaba la misma palabra tanto para pez como
para ave, por lo que tal vez las sirenas pasaron de ser volátiles a natátiles. Posteriormente, las sirenas se
llegaron a representar sólo como mujeres, que encantaban indiscriminadamente tanto con sus bellas voces como con sus
seductores cuerpos.
Dice la leyenda homérica que Odiseo, curioso de saber cómo era el sonido de las sirenas, siguió el
sabio consejo de la maga Circe: taponó con cera de abejas los oídos de su tripulación y él mismo
se hizo amarrar al mástil de la nave en que viajaban. Dio instrucciones para que no lo liberaran, por más que
les rogara a sus subalternos. Cuando oyó los hermosos cantos de las sirenas, pidió ser desamarrado, pero le
ataron aún más fuerte, siguiendo las órdenes previas. Cuando estaban fuera del alcance del oído,
Odiseo frunció el ceño, señal acordada para indicarles a sus marinos que el peligro había pasado
y estos le soltaron.
Por supuesto que semejantes seres no iban a escapar de quedar plasmados en lienzos, mármoles y bronces. Es abundante
la iconografía al respecto. Desde el vaso del Pintor de Sirenas (sobrenombre de autor
griego desconocido, alrededor del 480-470 a.C.) hasta La Sirenita de Copenhague, pasando por
los mosaicos romanos y los múltiples óleos románticos de toda Europa.
En heráldica, el más conocido es el escudo de armas de Varsovia, que exhibe una sirena sobre campo de gules
blandiendo un sable y guarnecida con un escudo.
Aparte de la Mitología y de los primeros relatos, en la literatura universal las sirenas han dejado su huella: el
historiador romano Plinio el Viejo, en el siglo I, las descalificó como realidades para dejarlas en el campo de las
meras fábulas. A pesar, decía él, de que “Dinon, padre de Clearcus
—célebre escritor—, afirmaba que existían en India, y que encantaban a los hombres con su canto y
que, habiéndolos primero arrullado hasta hacerles dormir, luego los desgarraban en pequeños trozos”.
Algo se suavizó la “mala prensa” que se hacía de las sirenas, cuando Hans Christian Andersen publicó
La Sirenita, cuento de hadas que trata de una joven sirena dispuesta a terminar su vida en el mar
y a perder su identidad de sirena, con tal de tener un alma humana y el amor de un príncipe.
En Las Mil y Una Noches, se describe a la “gente del mar”; Djullanar, la muchacha del mar, aunque
anatómicamente igual a cualquier mujer de tierra, era capaz de respirar y vivir bajo el agua.
La “mala prensa” de las sirenas volvió con el arte cristiano medieval, al usarlas como símbolo de las
peligrosas tentaciones encarnadas en el cuerpo y mente de la mujer. En épocas de mayor ilustración, el jesuita
y exégeta Cornelis Cornelissen van den
Steen afirmaba de la mujer, por allá en 1600: “Su mirada es como la del legendario basilisco, su
voz como la de las sirenas —con su voz encanta, con su belleza anula la razón— voz y mirada que por
igual conducen a la destrucción y a la muerte...”
(¿? Confieso: me vi obligado a incluír estos curiosos signos...)
. El dominico español Fray Antonio de Lorea Amescua
argüía sobre su existencia y el jesuita alemán Athanasius Kircher afirmaba que en el Arca de Noé
debió haber compartimientos para ellas.
Franz Kafka, en 1917, apuntó en El silencio de las sirenas: “Ahora las
sirenas tienen un arma más fatal que sus cantos, cual es su silencio. Y, aunque es cierto que tal cosa jamás
sucedió, sigue siendo concebible que alguien pudiese haber escapado a sus cantos; pero de su silencio, con certeza,
jamás nadie lo hizo...”.
Algunos autores post homéricos aseguran que las sirenas estaban predestinadas a morir si alguien oía su canto
y escapaba a él. Eso hizo Odiseo, lo que las arrojó a las aguas a morir. Es tal vez por esto que no se han
vuelto a ver... Aunque se han anunciado avistamientos de sirenas vivas o muertas en lugares tan disímiles como Java,
la Columbia Británica, Vancouver y Victoria. El último de estos en 1967.
Luego de que decenas de personas reportaron haber visto sirenas brincando del agua, haciendo piruetas y volviéndose a
sumergir —cual delfines— en la bahía de Haifa, en agosto de 2009 el pueblo israelí de Kiryat Yam
(literalmente, Ciudad del Mar), ofreció un premio de un millón de
dólares a quienquiera que pudiese probar la existencia de una sirena en sus costas.
Aviso a los lectores: el premio aún no ha sido reclamado...