Tragicomedia francesa en tres actos


La Méduse era una fragata de la clase Pallas, armada con 40 cañones que defendían la bandera francesa. Este año se cumple el primer centenario de su botadura. Tomó parte en las Guerras Napoleónicas con desempeño en las últimas etapas de la campaña de 1809-1811 en las Islas Mauricio y algunas correrías por el Caribe.
Después de la Restauración Borbónica, fue asignada al transporte de oficiales a Saint-Louis, en las costas de Senegal, para tomar el control de la colonia. Partió del puerto de Rochefort, en convoy con el bergantín Argus, la corbeta Écho y el buque-almacén Loire. Llevaba a bordo al recién designado gobernador francés de Senegal, Coronel Julien-Désiré Schmaltz y a su esposa Reine Schmaltz.
Luis XVIII se dedicó a nombrar sólo a realistas fieles y acérrimos en todos los cargos. Fue así como llegó a ser capitán de la fragata Méduse el Vizconde Hugues Duroy de Chaumareys, que ni siquiera era francés sino un inmigrante nombrado para el cargo por razones políticas y que ¡no había navegado en veinte años! Debido a su impericia e ineptitud, la Méduse encalló en los bajos de Arguin, actual Mauritania, perdiéndose por completo.

Pero, ¿cómo ocurrió todo este desastre?
Schmaltz quería arribar a su destino cuanto antes, tomando la ruta más directa después de haber sobrepasado Madeira, lo cual los llevó peligrosamente cerca de la costa, plagada de bajíos de arena y arrecifes. Los más experimentados marinos de las otras naves del convoy, navegaron por aguas mar afuera. La Méduse era la más rápida del convoy y, haciendo caso omiso de sus órdenes, el capitán pronto perdió contacto con el Loire y el Argus. Al notar la imprudencia, la Écho soltó todas sus velas y tomó la delantera para intentar guiar a la Méduse, sin conseguirlo. Sabiamente, se retiró a aguas más profundas al ver que quienes iban en la fragata eran más impacientes que prudentes. Para colmo de males, ayudando a gestar la tragedia que se sobrevendría, De Chaumareys decidió involucrar a uno de los pasajeros —un tal Richefort— en la navegación de la fragata. ¡Desafortunada decisión, también! Richefort era un filósofo y miembro de la Sociedad Filantrópica de Cabo Verde, sin ninguna calificación para comandar navíos. Richefort confundió un banco de nubes en el horizonte con Cabo Blanco, en la costa africana, y por lo tanto, subestimó la proximidad del Banco de Arguin. Tampoco lo vio a pesar de las señales: navegaban entre pequeñas olas con crestas blancas de espuma y aguas con color barroso. Ni lo vio a pesar de los ojos desorbitados de los marinos —más experimentados pero sin mando— que por su cuenta sondeaban a horcajadas sobre el mascarón de proa y descubrían lo cerca que estaba la quilla del fondo del mar...
La Méduse encalló arando con su roda el banco de arena. El accidente ocurrió en la marea alta de primavera, lo que hacía más difícil intentar reflotar la nave. Desoyendo las voces de los que sí sabían cómo era eso de navegar o de sortear peligros, el capitán se rehusó a arrojar por la borda los cañones de tres toneladas, lo que posiblemente hubiera sido la salvación de la fragata. Y de su gente.

* * *

Se podría haber llevado a la costa a todo el pasaje de la fragata, haciendo dos viajes con las lanchas de exploración, maniobra y salvamento. Tras descartar ésta y otras varias opciones por riesgosas, tanto los 240 pasajeros como los 160 tripulantes, se dieron a la tarea de construir una balsa para llevar a tierra la carga y disminuir el calado de la nave. ¿Dónde conseguir maderos suficientes? Por orden de De Chaumareys se desmanteló la arboladura que podría haber llevado a buen puerto a la nave si se hubiese decidido por hacerla reflotar sólo con tirar los inservibles cañones. La idea era que las lanchas de la nave remolcaran la balsa hasta la cercana costa.

Los tripulantes, duchos en cabos y amarras, pronto construyeron la balsa. Tenía 20 metros de largo por 7 de ancho. La apodaron La Machine. Estaba ya todo listo para empezar a transferir la carga, cuando se desató una feroz galerna, con vientos entre 60 y 75 kilómetros por hora. Es que, para colmo de males, estaban en la cuna de las tormentas: en la costa africana donde se gestaban los huracanes que luego azotarían el caribe.
Ante los gemidos y bamboleos de la maltrecha fragata, todos entraron en pánico y el capitán —¡por fin!— dio orden de abandonar la nave. Utilizando la balsa, por supuesto. Centenar y medio de hombres y una mujer bajaron a la deplorable e inestable balsa —escasa de provisiones y sin ningún sistema de dirección ni gobierno, con la mayor parte de su “cubierta” siempre bajo el agua—, 17 permanecieron a bordo y el resto se acomodó en las lanchas. La Machine empezó a ser remolcada por los botes de la Méduse.
Pronto los marinos de los botes se dieron cuenta que tratar de remolcar la balsa era una labor titánica y poco práctica; empezaron a temer que los desesperados sobrevivientes que trataban de salvar terminarían por hundirlos a ellos mismos. Así que... ¡cortaron los cabos de arrastre y dejaron a la balsa y a sus ocupantes a su propia suerte!
Todos los hombres de los botes, incluyendo al capitán, arribaron a salvo a las costas de África.
En la balsa, la situación se deterioraba rápidamente: entre las provisiones embarcadas había barricas que contenían vino en vez de agua, estallaron peleas entre los oficiales y pasajeros en un bando y los marinos y soldados en el otro, todos estaban permanentemente mojados... La primera noche después de abandonados, murieron o se suicidaron 20 hombres.
El tiempo borrascoso empeoró y el único sitio seguro era el centro de la balsa. Murieron decenas peleando por un lugar lejos de los bordes o porque fueron arrastrados por el oleaje. Las raciones mermaban a grandes pasos; para el cuarto día, quedaban tan sólo 67 con vida y algunos aún estaban vivos porque recurrieron al canibalismo. A la semana, los más fuertes arrojaban por la borda a los más débiles y a los heridos, hasta que sobre La Machine —verdadera máquina de muerte— quedaron apenas quince, los cuales fueron rescatados por el Argus que los encontró por pura casualidad.

* * *

A los dos meses de la encalladura, De Chaumareys decidió recuperar el oro que aún permanecía a bordo de la Méduse y envió una expedición de salvamento, la cual descubrió que la nave aún estaba intacta —excepto los mástiles— y que 3 de los 17 permanecían con vida.
El sobreviviente cirujano de a bordo, Henri Savigny, envió a las autoridades un recuento de los hechos. Afortunadamente (digo yo), esta información se filtró al Journal des débats, periódico anti-Borbón. El asunto llegó a ser todo un escándalo en la política francesa y las autoridades intentaron encubrirlo. Ante la corte marcial, en Port Rochefort en 1817, De Chaumareys fue acusado de varios cargos: desde abandonar su escuadrón hasta fallar en reflotar la fragata y dejar la balsa a su suerte. Sin embargo, sólo fue condenado por incompetencia y ser complaciente en la navegación y por abandonar la Méduse antes que todos los pasajeros la hubiesen abandonado. Aunque este veredicto acarreaba la pena de muerte, fue sentenciado a... ¡tres años de prisión!

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Lo acontecido en la balsa exacerbó las pasiones del público, hasta bautizar el accidente de la Méduse como uno de los naufragios más infames de la Era de la Vela. Fue inmortalizado cuando Théodore Géricault pintó su Le Radeau de la Méduse1, pintura que llegó a ser un ícono del Romanticismo Francés.



¿Conocen ustedes a alguien más inepto como para confiarle la vida en medio del océano? ¿Tal vez el gobernante que lo nombró, a sabiendas de su ineptitud?



1 La balsa de la Medusa



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