El Gjøa: la afortunada travesía


«En 1900, compré el barco para mi primera expedición. Era un pequeño queche pesquero del norte de Noruega, de 47 toneladas y de mi misma edad...»

Ambos cumplían 28 años de edad cuando Roald Engebrecht Amundsen bautizó su reciente adquisición de apenas 70 pies de eslora como Gjøa.

Una vez apertrechado y adaptado para soportar las duras condiciones del clima ártico, provisto con un motor diesel que lo podía desplazar a 4 nudos, amén de los 6 nudos que proporcionaba el velamen, en Junio de 1903, la nave y su tripulación de 6 hombres abandonó Cristianía (actual Oslo) y se hizo a la mar, en busca del Paso del Noroeste. El paso lógico para los europeos que comunicaba el Atlántico con el Pacífico, que permitiría ir de un océano al otro sin necesidad de circunnavegar todas las Américas, hasta el distante y peligroso Cabo de Hornos, más allá de la Patagonia. Para ello, tras dejar atrás la isla de Baffin, debió subir por el estrecho de Lancaster, y adentrarse en el dédalo de ínsulas de la costa noroccidental del Canadá, sorteando imprevisibles témpanos, brumas y tormentas repentinas, ignorados escollos y bajíos.

Hacia el fin de ese verano, arribaron a un puerto natural de la isla del Rey Guillermo, algo más al norte de la bahía de Hudson. Bautizaron el puerto como Gjøahavn (Gjoa Haven, Puerto Gjoa, sin más).

El lugar fue escogido por la protección que brindaba y por la cercanía al Polo Norte Magnético. Se establecieron allí y permanecieron por dos años realizando mediciones y experimentos científicos. Los datos y conocimientos adquiridos alimentaron por varias décadas a los estudiosos en los laboratorios de las universidades.

Amundsen, mente inquieta, no desperdició oportunidad para aprender de los esquimales todo sobre los trineos halados por perros, cuáles eran los materiales adecuados, su tratamiento y la técnica que utilizaban para confeccionar ropa abrigada, sus costumbres y de cómo se adaptaban al medio ambiente tan inhóspito en que vivían.

Terminadas las labores científicas en Agosto de 1905, el Gjøa enrumbó hacia el oeste. Tras sortear los mismos peligros de dos años antes en aquellas aguas traicioneras, empezaron a reconocer rasgos de las costas que otros navegantes habían cartografiado yendo de Alaska hacia el este. Sabían que estaban a punto de culminar la empresa, pues ya discurrían por parajes no tan vírgenes para los navegantes. A las 3 semanas de haber dejado Gjøahavn, divisaron un ballenero matriculado en el puerto de San Francisco. Pero la alegría fue efímera, dado que el Gjøa no pudo seguir avanzando pues quedó atrapado en los hielos que ese invierno fue particularmente crudo y precoz.

Faltaron pocas millas para salir a mar abierto.

Impaciente, Amundsen decidió dar a conocer su proeza y, en Octubre, partió acompañado por un miembro de la tripulación hacia Eagle City, Alaska. Allí estaba el único telégrafo de el cuarto de mundo donde se encontraban. 800 kilómetros de tundras heladas y pantanos congelados, montañas de más de 2500 metros, en trineo halado por perros, se devoraron en menos de tres meses: el 5 de Diciembre telegrafió al mundo que había descubierto el Paso de Noroeste y que disponía de suficiente información y material científico acerca del magnetismo del planeta.

Regresó en pos de su barco, lo rescató de los hielos que algo habían cedido y atracó al Gjøa en Nome, Alaska. En 1906.

Después de todas estas peripecias, planeó una expedición al Polo Norte. Ya estaba listo a zarpar en el Fram, con el que Fridtjof Nansen había explorado también las regiones árticas, cuando se enteró que Robert Peary había llegado al codiciado polo. No habiendo nada más que descubrir en el norte, de inmediato cambió de planes y se lanzó a la conquista del Polo Sur. Como quien va al estanco de la esquina a comprar unos cigarros...

Pero eso ya es otra historia.



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