D.F. Torrents, 2001
Los astros que han guiado desde siempre a los navegantes y viajeros, hace unos años me inspiraron esta ficción, de alguna manera apropiada para estas épocas de Navidad...
El padre Gregory esperaba en la antesala del despacho de Su Santidad, observando a los presentes mientras paseaba sus casi
dos metros de estatura de arriba abajo. Los otros también lo observaban. La inmensa mole enfundada en una inusual
chaqueta de cuero con cuello de piel de oso y una barba rojiza más enmarañada que el cuello de su chaqueta no
podía pasar desapercibida, y menos en un ambiente como aquel. Cuando se abrió la puerta de la antecámara
del despacho papal, dio un salto y se dispuso a entrar. No había dado dos zancadas cuando oyó al asistente de
visitas llamar “Monseñor M’buti”. Un peso pesado negro y reluciente,
enfundado en seda y conteniendo su abdomen con una faja púrpura se dirigió resoplando a la puerta. El asistente
miró al bulto de piel parado en medio de la estancia sin poder ocultar su sonrisita de maricón.
“Mal rayo te parta” —pensó Gregory y, con resignación, se
sentó en uno de los canapés. Como presintió que seguramente no le respetarían el turno de
aquí en adelante, sacó de su portapapeles el último ejemplar del Scientific World y se sumergió
en la lectura, no sin antes fulminar a los presentes con su más fiera mirada.
Pasaba las páginas con rapidez, sólo con la intención de enterarse de los titulares y de no aburrirse
mientras esperaba. Perdida en la página 46, le llamó inmediatamente la atención la nota firmada por un
colega del Observatorio de Monte Palomar:
“... y por tanto creemos sin lugar a dudas, pues ha sido corroborado en tres ocasiones, que la
perturbación gravitacional que se ha detectado en el último año proviene del sector Q-76, localizado a
mil años-luz y a noventa y cuatro grados por encima del plano de la galaxia...”
Dio un salto que despertó al anciano cardenal que junto a él también esperaba ser recibido por el Papa y
le importó un comino la desaprobación que leía en el rostro de todos. Si la noticia fuera cierta,
corroboraría parte de su teoría acerca de las bocas por plegamiento. Siguió
leyendo el resto del artículo, apenas dominando la febril excitación que se apoderaba de él.
Cuando expuso su teoría para optar al doctorado, fue aplaudido por unos pocos y mirado con escepticismo por la
mayoría que movía sus cabezas incrédulamente. Pero para él era simple. Si el universo era
realmente un continuo espacio-tiempo que se plegaba sobre sí mismo, donde existían agujeros negros que devoraban
materia, energía y radiación, deberían también existir regiones —inmensas regiones—
donde tales plegamientos irrumpirían desde “atrás” hacia este espacio que conocemos. Una suerte de
agujeros negros al revés de donde saldría la energía que se condensaría en materia, formando nubes
de polvo cósmico que posteriormente se transformarían en galaxias. A estas regiones las llamó bocas,
pues pensaba que podían ser los puntos por donde este universo se alimentaba para crecer continuamente en una
expansión sin límites. También pensó en llamar a estas regiones escudos, pues por su naturaleza y
topología no admitían que nada entrara en ellas sino que reflejaban o rechazaban todo lo que a ellas se
dirigiera —una especie de espejos cósmicos. Y eran puntos donde se presentaban singularidades gravitacionales
como la descrita en el artículo que leía. Claro, estaba el problema de la radiación de fondo compuesta
por microondas que avalaba todo aquello del Big-Bang, pero si se era de mente abierta, también podría atribuirse
esta radiación de fondo al movimiento mismo de la energía y de la materia reciclándose de un lugar a otro
del espacio-tiempo plegado...
Se quedó mirando al asistente de visitas y le sonrió beatíficamente. “Dios, ya
no te molestes en fulminarlo...” —pidió con convicción.
Por fin le llegó el turno de ser atendido. Aunque era la segunda vez que estaba en persona ante el Santo Padre, no
dejaba de sentir cierto respeto reverencial. Después de todo, estaba ante la máxima autoridad de la Iglesia y
ante un jefe de estado. También podía pensar que estaba ante alguien que, según se decía —
el padre Gregory no estaba muy convencido—, podía hablar y fijar el rumbo de su inmenso conglomerado sin
equivocarse, pues cuando así obraba no era él, el anciano encorvado que tenía ante sí, sino
“ellos” quienes hablaban... También sentía curiosidad y algo de aprehensión pues de lo que
dijese el anciano podían derivarse múltiples situaciones que podrían afectarlo, tal como ocurrió
la primera vez que se vieron cara a cara.
En el fondo del despacho estaba la figura enfundada en blanco y a su lado un joven sacerdote.
—Su Santidad —dijo humildemente arrodillándose para besar el anillo en la mano derecha. El Papa le
dejó hacer y con un gesto le invitó a levantarse.
—Vemos que sigue usted tan friolento como siempre, padre Gregory —sonrió el Pontífice.
—Oh, sí señor, quiero decir...Sus Sant... Su Santidad. Ya sabe cómo es eso de estar noches enteras
mirando al cielo... —mintió, pues en realidad trabajaba con radiotelescopios completamente automatizados que
buscaban sus blancos guiados por computadores y programas altamente sofisticados. En realidad el frío de sus huesos lo
llevaba desde hacia veinte años, después de pasar siete recluido en Siberia.
—Con sus observaciones está usted, Gregory... ¿Podemos llamarle Gregory? ...más cerca de Dios que
muchos que rondan por aquí —el tono confidencial empezaba a romper el hielo. Le presento al padre Spencer.
Saludó al tal Spencer quien, a pesar de haber sido advertido por el Papa, no dejaba de observarlo con sorpresa. Se
sentó en la silla que se le ofreció.
Ambos recordaron, aunque no lo dijeron, la reunión que sostuvieron tres años antes, cuando el mismísimo
Papa tuvo que rescatar al padre Gregory de la furia de un buen sector de la curia romana y del resto del mundo por sus
atrevidas tesis acerca de la redención del género humano por parte de Jesucristo. ¿Debería haber
otros Cristos para otros planetas habitados por seres
racionales, tipo homo sapiens? Si había miles de millones de estrellas —soles—,
rodeados de cientos
de millones de planetas, o acaso sólo unos pocos millones de planetas como la Tierra, ¿no deberían haber
unos pocos millones de Cristos derramando su sangre para llevar la Salvación a todos esos seres signados también
por su pecado original? Y entonces ¿dónde quedaba aquello del Hijo Unigénito de Dios? O, por el
contrario, ¿sólo existió el Cristo que conocemos y nadie más fue salvado? ¿O fueron
redimidos todos con un solo baño de sangre? Si se aceptara que debería haber miles de civilizaciones
más antiguas que la de la tierra, ¿era equitativo que tuvieran que esperar hasta que este planeta estuviera maduro
para, por una suerte de extrapolación, ser salvados también? Todo esto había causado un gran
alboroto. “Me rescató, pero aún no me ha absuelto”. El padre Gregory
creía firmemente que Jesús había derramado su sangre por él personalmente. Así lo
creía el Pontífice, también. Pero el Papa, que había pasado buena parte de su vida teniendo que
disentir de quienes ejercían el poder en su lejana patria, estaba acostumbrado a plantearse preguntas que iban en
contravía de lo establecido y de lo aceptado por el común de las gentes, y aquí incluía en el
común de las gentes a buena parte de sus cardenales, obispos, asesores, doctores de la Iglesia y, ni qué decir,
párrocos y presbíteros. El padre Gregory creía en Cristo, amaba a Jesús y era un astrónomo
de mente abierta, lo que era perfecto para los planes del Santo Padre.
—Verá, Gregory —empezó el Papa con una tenue sonrisa—. Creemos que es el momento de que
abandone la observación por la observación. Nos pensamos que a estas alturas del siglo, es importante que nos
involucremos más decididamente en los acontecimientos que la ciencia, estamos seguros, develará
próximamente. Y debemos estar allí, debemos estar preparados. Así pues —continuó—,
le informamos que le hemos asignado a trabajar en el programa S.E.T.I.1
El padre Gregory dio un respingo que no pasó desapercibido para el Papa. “Ahora sí nos
llevó el que nos trajo...” medio maldijo pensando en el trabajo que debería abandonar por tener que
obedecer al anciano sentado frente a él. “¡Oh, no. No en este
momento!”
—Con todo respeto, Su Santidad, ... —comenzó a decir, cuando entró un camarero con un servicio de
té y tostadas.
El Papa le hizo un gesto para que callara. Una vez se hubieron servido y retirado el camarero, el padre Gregory
continuó:
—... es bien sabida la posición de la Iglesia respecto a este asunto. No creo que usted quiera que todos se
enteren que yo...
—Nadie va a enterarse, excepto unos pocos de confianza —le interrumpió el Pontífice. De hecho
—continuó—, su trabajo será aquí, en el Vaticano. Padre Spencer, ¿podría
explicarle los detalles al padre Gregory?
—Vea, padre —lo miró como un búho a través de sus gafas de pasta—, así
será como se hará esta investigación: se ha instalado un poderoso mainframe en los sótanos del
ala oeste del museo y Su Santidad ha instruido a todas las diócesis para que sus computadores de escritorio sean
conectados a éste por medio de la red mundial. A su vez, los computadores de las diócesis serán
receptores de las señales del programa S.E.T.I. Ya sabrá usted que dicho programa está enviando el
software requerido y las señales recogidas y no procesadas por falta de capacidad a cuantos computadores personales
quieran aceptarlas, para que hagan el proceso de identificación en “el trasfondo”, mientras procesan
otras aplicaciones.
—Y ese software identificará cualquier señal sospechosa y dará aviso inmediato al observatorio que
la envió...
—No, ya nos ocupamos de eso —le interrumpió Spencer. En cada computador de las diócesis a
través del mundo hemos instalado el programa adecuado para filtrar y desviar cualquier aviso. Todas las señales
razonablemente inteligentes serán enrutadas hacia su mainframe.
“¡Mi mainframe!¡No eres más que un maldito pirata informático!
¡Hacker despreciable!” —se contuvo de gritar Gregory.
El Papa hizo un gesto dando por terminada la reunión. Los sacerdotes se levantaron y cuando el padre Gregory se
acercó a besar el anillo del Pontífice, este lo abrazó y le susurró al oído: “El
tribunal aún no está de acuerdo con el anatema hacia usted, pero Nos seguimos de cerca el proceso”. Vaya
con el padre Spencer, quien le dará el resto de los detalles —añadió—. Pero no olvide,
Gregory, sólo se comunicará con Nos o con el padre Spencer.
“¡Madre de Dios, me ha chantajeado! Y lo que es peor: con su chantaje me mete de patas y
manos en una conspiración. ¡Porque esto huele a conspiración!”
El padre Gregory era un hombre de firmes convicciones y fe inquebrantable. No en la Iglesia, ciertamente. Y los
acontecimientos del último cuarto de hora le afirmaban en sus viejas creencias acerca de cómo no se debía
manejar este negocio, como él lo llamaba. Se exprimía el cerebro para ver cómo podía zafarse de
este embrollo, pero era inútil. La decisión de la Congregación para la Doctrina Católica de la
Fe —el antiguo Santo Oficio— que le había abierto un caso y hecho cargos por sus afirmaciones, era una
espada de Damocles sobre su cabeza. Sin embargo, a pesar de no estar de acuerdo con los procedimientos de la Iglesia, los
perdonaba porque los atribuía a los hombres que la dirigían y no a su verdadera esencia. El hubiera querido
pertenecer a la Iglesia, pues por eso se había hecho sacerdote. Cuando observaba el firmamento, sabía que Dios
era el responsable de todo aquello que veía, no podría ser de otra manera. Su magnificencia lo corroboraba.
Así fue como en su juventud encontró a Dios: mirando a través de un telescopio. Y lo reconfirmó
con su vocación tardía y su consagración como sacerdote. Pero ahora era sacerdote de ésta, su
Iglesia, la que llevaba muy dentro de sí.
El padre Spencer a duras penas podía sostener el ritmo de las zancadas del padre Gregory y se limitaba a dar veloces
carreritas para avanzar a la par por los pasillos del tercer piso.
—Padre Gregory, por favor, no debe llamar la atención —jadeaba.
El oso parecía una avalancha por las escaleras. Se detuvo bufando en el rellano y casi a los gritos exclamó:
—¡Es inaudito, inconcebible! Como puede alguien pedirme...
Spencer le dio un codazo en las costillas y el hombrón no pudo menos que mirarlo con sorpresa.
—¡Padre Gregory, contrólese! —pidió en voz baja. ¡Por favor!
—añadió, arrastrándolo a través de una pequeña puerta que abrió con una llave
que llevaba en el rosario que pendía de su cuello.
Caminaban a paso más moderado por un corredor sin ventanas, una especie de túnel tras los salones que acababan
de dejar. Tres corredores más y dos escaleras de piedra los llevaron directamente al sótano del museo. Se
detuvieron frente a una puerta rotulada “ESTADISTICA PARROQUIAL”. El padre Spencer abrió la pesada puerta
metálica, la cual giró sin un chirrido. Gregory sintió que estaba entrando a una especie de
bóveda de seguridad, o algo así, pero bóveda al fin y al cabo.
El interior era insospechadamente moderno, repleto de aparatos electrónicos, estanterías con cientos de cintas
magnéticas, ductos y rejillas de aire acondicionado. En medio del salón estaba la súper computadora, un
mainframe que, por su tamaño, debería ser la envidia de más de una corporación multinacional. No
tenía marcas ni muchas de las tapas laterales. Las tripas de cables y conectores estaban a la vista, pero Gregory
inmediatamente se dio cuenta de lo poderoso que debía ser.
—¡Madre de Dios! —exclamó—. Esto no lo venden en las tiendas...
—Lo hemos armado nosotros —dijo Spencer, recalcando el nosotros para dar a entender que él era el
responsable.
—Vaya, vaya —los ojos como platos escudriñaban todo—. ¿Qué “cerebro”
tiene?
—Diez bancos, cada uno con mil unidades de 1000 millones de ciclos por segundo en paralelo.
El padre Gregory silbó.
—¿Y memoria?
—Por razones de espacio sólo pudimos darle novecientos...
—Novecientos megabytes, humm —rezongó Gregory.
—No, padre, novecientos terabytes 2 —le aclaró Spencer.
El padre Gregory se dejó caer en una silla y con la boca abierta mientras miraba al monstruo, solo atinó a decir
muy lentamente:
—¡Madre de Dios...!
—Estará usted de acuerdo conmigo, Gregory ¿puedo llamarle Gregory?, en que es una magnífica
herramienta para nuestros propósitos.
“¡Gregory! ¡Vaya si son confianzudos en este Vaticano!” Pero el
padre Gregory era, ante todo, un científico y rápidamente le perdonó, pues su mente volaba analizando las
posibilidades. Si pudiera aplicar esta máquina a los cálculos necesarios para probar su teoría de las
bocas, tendría resultados en menos de un mes. Dos, a lo sumo. El padre Spencer sabía que podía
aprovecharse de la fascinación que había despertado en su colega.
—Pudo haberle parecido un poco brusco el planteamiento de Su Santidad, Gregory —empezó en tono
conciliador—. Pero no me negará que las implicaciones de la búsqueda son terriblemente importantes
—afirmó en vez de preguntar—. Imagínese. Si se descubre algo, la Iglesia tiene que estar preparada
para dar la guía necesaria al mundo, a sus fieles. En realidad fue usted quien le abrió los ojos al Papa con
sus afirmaciones de hace unos años.
—Sí —dijo Gregory—. Pero el método que se está empleando aquí no es de lo
más ortodoxo que digamos ¿o sí?
—Bueno, no hay que hacerse mala sangre por hacer esos pequeños desvíos. La Iglesia fijará primero
su posición y luego, ¿quién sabe?, el Vaticano dejará que el resto del mundo conozca los
resultados. Todo sea ad majorem Dei gloria, como suele decir Su Santidad. ¿No le parece interesante que, de pronto, sea
usted el primer ser humano en saber si no estamos solos en el universo?
—Oiga Spencer —saltó, ignorando su título de jerarquía sin pedir permiso—. No es
necesario que me manosee el ego. Pero, sí, me parece interesante —agregó.
Spencer sonrió satisfecho, pues sabía que el padre Gregory —aunque no lo admitiera abiertamente— no
se podía resistir a emprender este trabajo que consideraba más que interesante. Era un reto formidable.
—Bien, entonces déjeme explicarle todo.
Gregory no tomaba notas. Su cerebro absorbía como esponja las explicaciones de Spencer. Hacía de vez en cuando
preguntas cortas para clarificar el funcionamiento de algún aparato, pero estaba familiarizado con el uso de la
mayoría de ellos. Al fin y al cabo eran similares a los que utilizaba en el observatorio, sólo que ligeramente
más sofisticados o de mucha mayor capacidad y potencia. Cuatro horas después, lo que realmente le preocupaba
eran los gruñidos de su estómago. Dando por terminada la instrucción técnica, Spencer le
explicó cómo acceder a los servicios del Vaticano, le dejó una lista de extensiones telefónicas y
le mostró la pequeña recámara al lado del salón principal, la cual sería su dormitorio.
Luego de recomendarle con un guiño que se presentara como el “director del estudio estadístico de las
parroquias”, le entregó una credencial de identificación y le dejó.
Después de la comida, un poco más relajado, Gregory se puso a repasar los acontecimientos del día.
Empezaba a ver todo aquello como una oportunidad de salirse con la suya o, por lo menos, darle a la Congregación de la
Fe un hueso aún más duro de roer al mostrarle evidencia de vida inteligente en otros mundos.
“¡Sí señor! Tendrán que quemar muchas neuronas para demostrar que no
hubo muchos Cristos o que no todos fuimos redimidos...”
* * *
Esa noche, el padre Gregory envió un correo electrónico a su colega del observatorio poniéndolo sobre
aviso de lo que había leído sobre el sector Q-76, dándole instrucciones precisas para enfocar los
radiotelescopios hacia la singularidad gravitacional.
Al día siguiente, cuando apareció Spencer, ya Gregory llevaba tres horas sentado ante el teclado del monstruo.
Había estudiado someramente la base de datos y se había enfrascado en la revisión de los algoritmos
matemáticos que permitirían identificar una señal como posiblemente inteligente. Había subrutinas
para todo: desde simple sucesión de números naturales, hasta secuencias de números primos pasando por
series de Fibonacci y cifras decimales del número pi. El programa estaba diseñado para hacer un barrido
estadístico de las señales entrantes y así formar grupos y subgrupos de análisis a los cuales
aplicarles los mencionados algoritmos. Todo se hacía automáticamente, por supuesto, y en realidad su trabajo
consistía en estar atento a los avisos del ordenador para reprocesar las señales sospechosas.
—Busquemos a los hombrecitos verdes —dijo Spencer jovialmente, mientras tecleaba los códigos necesarios
para activar la red de datos procedentes de los lugares más disímiles del mundo. Las luces de los tableros
indicadores parpadeaban mientras eran analizados millones de datos por segundo. Y así transcurrieron un año,
cinco meses y veinte días...
* * *
La alarma sonaba insistentemente y Gregory dio un salto desde su camastro. En la pantalla se mostraban filas interminables
de unos y ceros. Al cambiar la pantalla de modo binario a decimal, una observación más detallada le
mostró a Gregory que dichos números se repetían en secuencias regulares y ordenadas. Pero no
sabía qué rayos quería decir aquello. Puso a trabajar los subprogramas con los algoritmos disponibles y
después de tres días el resultado era el mismo: nada. Eran secuencias indescifrables. Sin embargo, estaba
seguro que algo debía haber allí; no podía ser un quásar o una estrella de neutrones pues las
secuencias no serían tan perfectas ni tan regulares. Decidió que los algoritmos utilizados podían no ser
los adecuados y se puso a pensar con qué podría alimentar al poderoso pero torpe mainframe de tal manera que
pudiera “entender” las señales. “¿Qué tienen ellos que también
tengamos nosotros? ¿Qué tenemos en común, aparte de espacio-tiempo, energía, materia,
átomos...? ¡Atomos!”.
El resto de la semana estuvo entrando datos de números atómicos, órbitas de electrones, masas molares
atómicas, frecuencias de espectros electromagnéticos, frecuencias de radiación, y hasta los nombres de
los elementos conocidos en varios idiomas. “Sí, ya lo se, tu no hablas mi idioma. Pero
sólo por si acaso...”
Corrió nuevamente las cintas magnéticas ya grabadas y en el monitor aparecieron números que se
repetían cuando se usaba el algoritmo de las masas molares. En efecto, de las cadenas de números
1412141614121416... podían separarse grupos que siempre estaban compuestos por 14121416. Puso al computador a
analizar las diferentes combinaciones de estos números y la que más le satisfizo fue 1 - 4 - 12 - 14 - 16, que
correspondía a la secuencia de las masas molares de los elementos hidrógeno, helio, carbono, nitrógeno,
oxígeno.
“¡Santísima Madre de Dios! No sé que quiere decir, pero esto ¡es una
señal inteligente, esto lo está diciendo alguien!”.
Durante varios días lo único “inteligente” que se recibió fue el mismo persistente
1 4 12 14 16, 1 4 12 14 16, 1 4 12 14 16...
Cuando se enteró, Spencer estaba tan excitado como el propio Gregory. Y además, agradecido de que al gigante de
la chaqueta de cuero se le hubiera ocurrido utilizar otras bases de análisis diferentes a las que el mismo había
planeado. Se felicitaba por haberlo escogido pues, aparte de que el Papa lo tenía agarrado por el cuello con todo el
asunto aquel de los Cristos, era una de las mentes más preclaras y poderosas con que se podía contar para este
proyecto.
—Hidrógeno y helio son el origen común del Universo. Tal vez sean seres como nosotros con una
química basada en carbono, nitrógeno y oxígeno. ¿Qué se yo? —peroraba mientras
paseaba de arriba a abajo por el salón.
—O tal vez sea sólo la manera de llamarnos la atención —lo interrumpió Gregory. Fíjese
que nos han dicho mucho pero, paradójicamente, no nos han dicho nada. Si hay alguien allá afuera que realmente
quiera comunicarse, creo que deberíamos recibir más información —agregó.
Durante varios días estuvieron haciendo apreciaciones de esta índole y estuvieron de acuerdo en que avisar al
Papa en este momento podría ser prematuro. Hasta no recibir verdadera información, no deberían crear
falsas expectativas. Tampoco deberían preocuparse por el arzobispo de Cochabamba, de donde provenía el paquete
de señales procesadas pues, según Spencer, allí ni siquiera se dieron cuenta que los datos habían
pasado por sus computadores; simplemente hicieron la primera detección automática y, silenciosamente, todo fue
desviado hacia este sótano del Vaticano.
La siguiente vez que la alarma se disparó, la secuencia de números provenientes de Davao en la isla de Mindanao
en las Filipinas, empezaba con el consabido 14121416, como a manera de saludo o de identificación y luego, una y otra
vez, 1479111214161920...
—¡Oh, no! No otra vez de lo mismo —exclamó Spencer.
Cuando la impresora escupió el listado de números separados según combinaciones probables se leía
1 - 4 - 7 - 9 - 11 - 12 - 14 - 16 - 19 - 20, 1 - 4 - 7 - 9 - 11 - 12 - 14 - 16 - 19 - 20.
—Pues según las masas molares, para mí esto equivale a hidrógeno, helio, litio, berilio, boro,
carbono, nitrógeno, oxígeno, flúor y neón —dijo Gregory. Y si usted recuerda bien, Spencer,
estos son los diez primeros elementos químicos. No, mi estimado amigo, no es más de lo mismo, como usted dice:
nos están enseñando a contar. ¡Eso es! Si el décimo de la lista lo cambiamos por un cero,
tenemos todos los dígitos y el cero. ¡Sí señor! Nos identifican cada elemento por su masa
molar y nos remiten a su número atómico. ¡Vaya, qué pedagógicos!
—añadió en el colmo de la excitación derramando su café sobre los listados.
¡Ahora sí tenemos algo! —concluyó.
En los meses siguientes las cintas magnéticas con infinidad de datos se acumulaban en las estanterías.
Habían llegado a un punto muerto donde lo único que podían distinguir eran tripletas de números
separadas por un cero, infinidad de estos tríos en cintas y cintas sin descifrar. Ambos se sentían
frustrados.
Gregory vagaba por las distintas dependencias del Vaticano, echándole cabeza al acertijo de los números sin
poder obtener una respuesta. Sus favoritas para visitar eran la panadería dirigida por el Hermano Giuliano, y la
Pinacoteca. Las migajas de galletería que poblaban su barba daban buena fe de la amistad que había entablado
con el Hermano Giuliano y ya se comentaba en los corrillos que para encontrar al padre Gregory no había más que
seguir el rastro de boronas por los pasillos. Las migas a menudo conducían frente a un cuadro de Seurat, una obra
maestra del puntillismo neoimpresionista.
Pasaba horas enteras frente al lienzo de Seurat, con la mirada perdida en un punto más allá de la pared que lo
sostenía. En realidad no miraba ni se fijaba en los detalles del cuadro, y no podría hacerlo a cabalidad, pues
su mente estaba en otro menester: parecía un molino desgranando infructuosamente tríadas de números.
Tríos una y otra vez. Números y más números. La mirada perdida en un punto más allá
de cualquier espacio definido y la repetición de números entreverados de maldiciones, cual si fuese un mantram
aprendido en alguna lejana cumbre del Himalaya, poco a poco calmó su mente, y si algún desprevenido observador
hubiese afirmado que en la Pinacoteca se había topado con un oso, habría sido el hazmerreír del Vaticano;
y si, además, sostuviese que el oso parecía estar en un profundo trance meditativo, habría sido arrojado
sin ningún miramiento desde allí hasta la mitad de la plaza de San Pedro. Pero no estaría equivocado.
El padre Gregory, en efecto, meditaba. Y en medio de su meditación, otra parte de su mente vio con claridad lo que
debería ser visto, comprendió lo que antes era incomprensible, supo que sabía. Era el aquí y el
ahora, donde su mente se fundía con el cuadro y con los tríos de números. La luz entraba a raudales en
su cerebro y la luz provenía de cada una de las pequeñas pinceladas semejantes a puntos, infinidad de puntos
multicolores, que cuando los miras de uno en uno no te dicen nada, pero cuando dejas que tu mente los integre en un espacio
rectangular te muestran todo un esplendor de luz, sombra y color.
Gregory corrió hacia el sótano y trabajó con el teclado hasta bien entrada la noche. Se levantó
temprano y en diez minutos ya tenía en uno de los discos duros del mainframe, el pequeño programa que le
permitiría interpretar la inmensa cantidad de números recibidos que contenían las cintas de los anaqueles.
Tecleó una contraseña de protección para que sólo él pudiese usar el nuevo programa y se
disponía a hacer las primeras pruebas cuando entró Spencer.
—Buenos días. ¿Qué hay de nuevo?
Gregory se limitó a mover la cabeza de un lado a otro, como disculpándose por su ineficiencia, logrando apenas
disimular la excitación que le invadía.
—¡Vamos, Gregory! —dijo Spencer. Creo que debería usted descansar —agregó al observar
más de cerca el ojeroso rostro barbado.
Gregory movió su cabezota de arriba abajo, una y otra vez.
—Debería usted salir a tomar aire fresco —le recomendó el padre Spencer. Hoy es domingo
—continuó—, ¿por qué no aprovecha y da una vuelta por ahí?
—Gracias, lo pensaré —dijo por fin Gregory, sin dejar entrever que su intención no era otra que
quedarse a trabajar y probar lo que se traía entre manos.
Cuando el padre Spencer salió, Gregory se abalanzó hacia su puesto de trabajo y montó en la lectora la
primera cinta magnética que contenía tríadas de números separadas por un cero. Y entonces,
empezaron a formarse figuras en la pantalla de su monitor.
Había felizmente concluido que tríadas de números podrían representar coordenadas en el espacio
donde colocar un punto visible, o bien, los valores necesarios para describir una imagen fotográfica:
dos número para las coordenadas planas donde ubicar un punto visible —dado que una fotografía no es
espacial sino plana—, y un tercer número para los atributos que debería tener ése punto en
particular. Concluyó que los ceros que aparecían entre uno y otro trío de números eran
separadores de juegos de cifras, eran separadores de puntos de la imagen. Al principio las imágenes que
obtenía tenían un tinte general entre morado y violáceo, y decidió que debía ajustar la
escala cromática correspondiente al tercer número de cada trío. Gregory no sabía bien si era
para hacer más terrícolas los colores o porque estaba harto de ver tantos purpurados a su alrededor.
* * *
En los días subsiguientes, si los alabarderos de la guardia suiza hubiesen observado detenidamente al gigante que
todos los días bandonaba el Vaticano —en vez de mirar al frente como estatuas—, se habrían dado
cuenta que el padre Gregory había engordado. Su chaqueta le quedaba más pegada al cuerpo y a veces
parecía un paquete mal amarrado. Caminaba rápidamente, mirando al piso, y con un entrecejo tan fruncido que
podría amedrentar al más valiente. A veces no regresaba sino uno o dos días después, más
delgado y con evidentes signos de no haber dormido. En los guardias se insinuaba una sonrisa de complicidad al ver las ojeras
casi ocultas por la descuidada barba. “¡Picarón!” —pensaban.
Pero el padre Gregory no estaba de humor para ese tipo de picardías. Desde que había visto las imágenes
que llegaban cifradas en los números que él intuitivamente convirtió en puntos visibles, en pixeles sobre
una pantalla, ya no era el mismo que había llegado a Roma unos años antes. Era el único ser humano que
conocía cómo era una civilización extraterrestre. Había visto los más espectaculares
paisajes de un mundo remoto, situado a poco menos de 157.000 años-luz de la tierra. Había visto el orden de ese
mundo, con grandes ciudades, unas sobre el suelo, otras flotantes en los océanos y otras suspendidas en los aires por
alguna suerte de levitación magnética. Había visto los sistemas de transporte de los seres de aquel
planeta y se maravillaba de que en medio de tanto desarrollo tecnológico, las aguas y los cielos fueran limpios e
impolutos como los de un planeta virgen. Había visto cómo eran esos seres, muy parecidos a los humanos, pero con
una mirada tan dulce que a pesar de estar sólo plasmada en una imagen, denotaba la tranquilidad de espíritu de
quien la poseía. Había deducido por lo que veía, que los seres del remoto planeta eran seres amorosos y
que pertenecían a una sociedad justa y equitativa. Había visto también cómo habían
conquistado los mundos cercanos y sus lunas y las naves que utilizaban para desplazarse por el espacio de su sistema solar.
Había visto las referencias a otras estrellas y galaxias, lo que le permitió mediante complicadas
triangulaciones establecer el sitio exacto donde se desarrollaba esta civilización. Vio su sol, rojo y gigantesco si
lo comparamos con el nuestro. Y vio los cálculos que habían hecho esos hermanos del cosmos donde claramente se
concluía que su sol, su estrella, presentaba signos de desestabilización que ineludiblemente lo llevarían
a convertirse en una gigante roja, un sol que crecería y engulliría todo el sistema planetario y más
allá, vaporizando todo lo que encontrara a su paso, acabando con toda vida en cientos de parsecs3 a la
redonda. Luego, ese sol agigantado se contraería lo suficiente como para colapsar sobre sí mismo por la
terrible y concentrada fuerza de la gravedad y, sin poder resistirlo, explotaría liberando la energía de sus
átomos con un brillo tal que se vería en los más lejanos confines del universo. Gregory lloró
cuando supo cómo había desaparecido esta civilización.
Y lloró aún más cuando confrontó los cálculos hechos por él y su colega del
observatorio. La supernova se había presentado en lo que hoy vemos como la Gran Nube de Magallanes, pero esto no era
lo que lo tenía sumido en su honda depresión. Lo que realmente le molestaba, y lo que lo llevó a
depositar poco a poco las cintas magnéticas en el casillero 37F del aeropuerto de Fiumicino, fue el saber que las
señales recibidas y descifradas por él provenían de la singularidad gravitacional situada a mil
años-luz de la tierra. Habían recibido señales que rebotaban en el escudo recientemente descubierto.
Dada la posición del escudo respecto al plano de nuestra galaxia y puesto que las señales eran un rebote de
ondas electromagnéticas, habían pasado por la tierra hacía dos mil años, ya que se
demorarían en llegar al escudo mil años y otros mil en devolverse. Pero hace dos mil años, cuando las
señales pasaron por primera vez por la tierra, no había manera de detectarlas. Lo único que se vio fue
la fulgurante luz de la supernova. Y hace dos mil años lo único extraordinario en los cielos fue la estrella
de Belén.
Gregory no pudo soportar el hecho de que para anunciar el nacimiento de un cristo alguien hubiese recurrido a toda esa
destrucción. Sin reportarse ni decir nada, se retiró del Vaticano después de borrar los programas que le
permitieron descifrar ese otro mundo ahora inexistente.
La última vez que alguien vio a Gregory Fedorovitch Vasiliev, salía de la oficina de correos donde había
depositado un sobre con algunas notas y una llave en su interior.
1 Search of Extraterrestrial Intelligence, Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre
2 La “memoria” de los computadores se mide por la capacidad de almacenar paquetes de información (bytes). Un megabyte equivale a un millón de bytes y un terabyte a un billón, o sea, un millón de millones
3 Un parsec equivale a 3.26 años-luz o lo que es lo mismo, la distancia que recorre la luz en 3.26 años, esto es, unos 30.84 billones de kilómetros. No debe confundirse un año-luz, que es una distancia, con la duración de un año