Voces de sirena

D.F. Torrents, 2011


Las sirenas han sido representadas de múltiples maneras en las fábulas y en las mitologías de diversos orígenes: pájaros, mujeres terrenales, mujeres-pez. Sin duda, es la imagen más difundida: mujer con cola de pez. Y no sólo mujer, sino mujer hermosa, misteriosa, enigmática, gracias a la iconografía del arte occidental.
También se ha hablado bien y mal de ellas. Más lo último, la mayoría de las veces.
Aunque la prudencia aconseja lo contrario, ¿no será conveniente llevarle la contraria de vez en cuando?




Crecí casi solo en una isla. Solo, porque era el único ser humano que la habitaba. Casi solo, pues cada día me visitaba ella.
Hoy, mucho tiempo después, recordé y ordené en mi mente lo que hoy sé de manera que puedo contarlo. Y lo cuento sin esperar si me creen o no: simplemente me nace trasmitirlo a quienes puedan estar interesados en ello.
Todo empezó después de la tormenta. Cuando respirábamos aliviados de vernos indemnes tras dos o tres amenazas de volcadura, de lo escorado que quedaba el yate tras el embate de las olas, con la bermuda rasgada dando gualdrapazos capaces de arrojar al agua a quien se atravesara en su camino.
Tras la tormenta, flotábamos en aguas calmas, con el rosario de isletas distantes en el horizonte. Mis padres arriaban los jirones de la bermuda para cambiarlos por una vela nueva. Yo, a pesar de mis siete años, era un tripulante más y entre los tres nos repartíamos las diferentes faenas de a bordo. Por supuesto que lo mío era lo que requiriera menos fuerza, pero sí de la destreza de que di muestras desde muy pequeño. El encargado de clasificar y arrollar las adujas de cabos era yo, y se los iba pasando a mis padres según avanzaba el montaje de la vela.
Como es usual en el trópico, la noche se nos vino encima sin previo aviso. Mi padre decidió que nos quedáramos allí, para terminar el trabajo e inspeccionar el yate a la luz del día siguiente, cenamos y nos fuimos a dormir.
Dormí profundamente, así que no oí cantos ni ruidos de chapuzones. Que de seguro los hubo, como sabrán más tarde. Al despertarme y subir a cubierta creyendo que ya mis padres estaban en las faenas de aparejar el bote, no los encontré. No estaban por ningún lado: ni en los camarotes, ni en la cocineta, ni en el bote salvavidas que pendía en la popa. Debían estar en el agua, supuse. No los vi nadando alrededor del yate o chapaleando como solían hacer cuando tenían deseos de ser juguetones. Los busqué infructuosamente... Nada.
Las islas estaban más cerca. De una rápida ojeada constaté que el cabo del ancla guindaba flojo de su amarre. Se había reventado, dejando el ancla atrás en el fondo del océano. Las corrientes nos llevaban —a mí y al yate— hacia los espumosos escollos que rodeaban a una de las islas. Sin vela, sin tripulación y sin fuerzas para tratar de gobernarla, la nave encalló en las rocas con un ruido espantoso de tablazones que se trituraban y rompían. Con cada ola que estallaba sobre las rocas, más nos balanceábamos y algunas piezas, más se destrozaban. Estaba aterrado, empapado y... solo.
Dos días logré permanecer a bordo de los restos, hasta cuando ya no fue posible sostenerme sobre maderos rotos, rocas que cortaban como acerados cuchillos, asediado por olas que empujaban cada vez con más fuerza.
Me puse uno de los chalecos anaranjados que se amarraban al pie del mástil y, sin pensarlo dos veces, me arrojé a las aguas en pos de la playa cercana. Era buen nadador —había nacido en aquel yate—, por lo que no tuve ningún temor en intentar la corta travesía.
Lloré sobre la arena, seguro de que mis padres se habían ahogado. Era imposible que sobrevivieran en aquellas aguas revueltas, sin chalecos salvavidas o sin bote.

* * *

La isla, si es que se podía llamar así a aquel montón de rocas socavadas por el oleaje, era desierta y sin vegetación. Al cuarto día después del desastre, me acosaba el hambre y la sed. Sólo había comido una docena de mejillones que la marea arrojó a la playa y medio sacié la sed masticando algunas algas menos saladas que el agua de mar. Deseé con todas mis fuerzas poder beber un poco de agua de coco, de la misma que en ocasiones dejaba escurrir por mis mejillas, desperdiciándola.
Te daré algo más dulce que eso“, resonó una voz en mi mente. Miré alrededor, más asombrado que asustado. No es que me lo hubiera imaginado: alguien hablaba dentro de mi cabeza. Era como si oyera las palabras, sin oírlas...

En el borde donde el agua lamía la playa, estaba sentada ella. Desnuda y apenas cubierta la blancura de su torso con una larga cortina de cabellos mojados. Me extendía el cuenco de su mano con un agua azul plateada que había dejado escurrir de su boca. Mi primera reacción fue de asco, pero el aroma que venía de su mano me atrajo. Acerqué mis labios y no pude resistir tomar un sorbo. Antes de darme cuenta, bebí toda esa dulzura. Cuando levanté la vista y di un paso atrás, ella me miraba sonriendo. Se rió y esta vez no fue en mi cabeza sino en mis oídos donde resonó el trino de su risa. Era como una mezcla de canto de ballena y gorjeo de pájaro. Un sonido exquisito, en todo caso. Extendió su mano para tocarme y antes de que lo lograra —continuaba en mi asombro— di un brinco hacia un costado. Entonces vi el resto de su cuerpo: una gran cola de pez, con escamas que irisaban a la luz del sol, brillante y mojada, terminada en una gran aleta. Estaba unida a su torso de manera imperceptible, fundiéndose gradualmente con la piel blanca de su vientre, caderas y nalgas. Parecía como si fuese el forro de sus piernas, pues se doblaba igual que éstas cuando se doblan las rodillas. Sólo que no había piernas, sino esa gran cola de pez. —¡Una sirena! —grité, ahora sí más asustado que asombrado.
Recordaba las lecturas de viajes, de marinos y de sirenas. De cómo eran atraídos los navegantes a una muerte segura al oír sus cantos. Sabía que eran fábulas e imaginaciones, pero... ¡mis padres habían desaparecido tragados por el mar, sin razón aparente! Tal vez estaba observando el rostro perfecto de quien era la responsable de sus muertes...
No es cierto. No es nuestra culpa si cantamos y a los humanos les parece irresistible”, sentí que decía. Seguramente fue la culpable de que mis padres saltaran por la borda en pos de su canto y con gran desfachatez negaba que pudiese tener alguna responsabilidad. “Estás equivocado. Algún día lo entenderás”. Al punto me di cuenta que así como hablaba en mi mente, lo que yo pensara era como si se lo dijese en voz alta.

* * *

Nunca supe su nombre, pues como éramos sólo dos en la isleta, cualquier cosa que dijésemos iba dirigida al otro. Así que los nombres eran innecesarios y no nos llamábamos sino que simplemente nos decíamos. Ella era sólo ella. Yo debía ser él.
Estuve algo más de ocho años y medio en aquellas soledades, interrumpidas cada día por su visita. Ya no bebía en el cuenco de su mano, sino que el néctar que regurgitaba iba directamente de su boca a la mía. El inevitable roce de sus labios carnosos añadía mayor placer a mi alimentación, por lo que cada vez bebía más despacio. No quería que el tiempo pasara cuando ella me alimentaba. Lo debía saber, pues era lo que yo pensaba y jamás dijo nada al respecto, sino más bien se demoraba también y casi que me entregaba el alimento gota a gota, rozando sus labios con los míos y recogiendo cualquier pequeño derrame pasando su lengua por mis mejillas. Nadábamos bajo el agua, me enseñaba lo que íbamos encontrando. En una ocasión alejó a una morena atrevida que se había aproximado más de la cuenta, diciéndole algo que para mí sonó como simples chasquidos. Al rato se pegaba a mi cuerpo, tomaba mi cara entre sus manos y sentía la suavidad de sus senos contra mi pecho y la aspereza de sus escamas contra mis muslos mientras insuflaba aire de su boca a la mía. Regresábamos y nos tendíamos al sol en la arena. Con el último resplandor en el horizonte, regresaba al agua y yo no tenía más que hacer sino pensar en ella y esperar al nuevo día...

* * *

No viene mucho al caso contar acerca de mi rescate ni de los años que pasé recluido en el pequeño estudio en la ciudad de mis padres. Aparejé otro bote y me di a la mar en busca de la isla donde terminé de crecer y me hice hombre.
Aquí estoy, anclado frente a las mismas rocas. Terminadas estas notas, las enviaré por correo electrónico, las grabaré en un disco, soltaré amarras para que el Mermaid sea llevado a la deriva por las corrientes y yo saltaré con mi chaleco anaranjado hacia la playa donde la esperaré.



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