«Mi vida, mi tesoro...»

D.F. Torrents, 2010


Siempre será un misterio el porqué el galeón San José voló en mil pedazos en medio de una batalla. El Expedition, su contrincante directo, disparaba sus cañones contra la arboladura y el timón del español con el fin de inutilizarlo para la navegación y así, poder abordarlo. Los ingleses sabían (o por lo menos, sospechaban) de las riquezas que transportaba y no iban a ser tan tontos como para enviar a 210 metros de profundidad tal presa. De hecho, aunque en ese momento no podían saberlo, el mayor tesoro hundido en todos los tiempos de la historia de la navegación. Tanto, que se han despertado las ambiciones de los cazadores de tesoros y se han suscitado roces entre las naciones: reposa en el fondo de aguas territoriales de Colombia..., pero llevaba la plata del Perú..., pero era de bandera española..., pero los únicos capaces (aparentemente) de rescatar el pecio1 son los estadounidenses de la Sea Search Armada. Todos preocupados por el dinero excepto, tal vez, la doctora Carla Rahn Phillips, profesora e investigadora de la Universidad de Minnesota, que aboga por el respeto a los náufragos que no sobrevivieron; y uno que otro arquéologo marino, alarmado por el desastre que harán los rescatistas.

1 Pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado o porción de lo que ella contiene




La pelusilla que empezaba a cubrir su cráneo, dejaba ver que éste era redondo y de simétricas proporciones. No la afeaba para nada la cabeza rapada; por el contrario, dejaba ver la belleza simple de su rostro, sin marcos que distrajeran la atención. Para no atraer demasiado las miradas de los curiosos, subió la capucha del hábito gris cruzado por el frente con una gran cruz aspada que la delataba como penitente del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Cartagena de Indias y apresuró el paso por las callejuelas.
Tal vez por ser sobrina-nieta o emparentada de Vidal Marín del Campo, obispo de Ceuta e Inquisidor General, se omitieron varios de los procedimientos inquisitoriales y en lugar de someter el testimonio de Juana María de Arce Torres y Marín a la Junta de Calificadores, el Bachiller Gómez Suárez de Figueroa, ‒Inquisidor de Cartagena y de Lima, curiosamente, homónimo del Inca Garcilaso de la Vega1‒, dio más crédito a la confesión de la rea que a los testimonios de las denuncias. Resolvió el caso confinándola siete años en el convento de Santa Clara, ordenándole a la superiora mantenerla rapada para evitar que sus encantos pudieran perder a otras almas y, transcurrido ése tiempo, arrojarla a las calles con hábito de penitente, con prohibición de ser asistida por nadie en la población durante otro año y luego, deportarla a España, ya que no concebía que tan encumbrada dama pagara pena de galeras.
A Juana María de Arce Torres y Marín, viuda al día siguiente de contraer nupcias, siempre la rondó la sospecha de que algo había tenido que ver con la muerte de su esposo. Lo cierto es que el rico comerciante cogió un mal aire el mismo día de la boda, al caer la tarde, y ni siquiera pudo consumar el sagrado vínculo, de tan postrado que quedó. Fue un matrimonio pactado para aunar las fortunas, por parientes lejanos desde la metrópoli, ya que la joven había perdido a su familia en la hacienda de Turbaco a manos de una banda de cimarrones. Juana María, en el ardor de sus 17 años, estrujaba sus manos, y los dolientes alrededor del féretro en la casona de la ciudad lo atribuían al dolor que la embargaba por la pérdida, sin saber que eran los espasmos del placer esperado y no sentido.
Desde que murieron sus padres, dos años antes, sin más control que la vieja aya medio ciega que no daba abasto para frenarla, ella se dedicaba a descubrir y a experimentar el placer que le producía el roce de su piel con otras pieles. La de Basilio, el negro encargado de las caballerizas de la hacienda, y la de Josefa, la mulata que revisaba que todo estuviera limpio y en su lugar sobre mesas y arcones de la casona de la ciudad.
El negro Basilio no se escandalizaba ‒pues no le correspondía hacerlo‒, cuando ella insistía en montar a pelo, sin medias y remangándose la falda alrededor de la cintura, dejando expuestas sus piernas a horcajadas sobre el caballo. Una vez acomodada sobre el lomo del animal, él le daba las riendas acercándose lo suficiente para oler la carne blanca; suficiente también, para que ella sintiera el aire caliente de su respiración sobre sus muslos. He de decir que Basilio, por temor o por respeto, nunca pasó de allí. Ni ella tampoco. Pero cuando cabalgaba, la tibieza del aire de junio lamiendo sus piernas le recordaba al hombre respirándole muy cerca y el trote áspero del caballo despertaba en su vientre oleadas de calor que poco a poco subían hasta su cerebro. Más fuertes a medida que aceleraba la carrera y que terminaban en una explosión de luces, de mareos y de inconsciencias cuando alcanzaba el galope tendido. A falta de estribos, se apeaba ayudada por Basilio, quien la tomaba por el talle y dejaba que ella se deslizara hasta que no podía más pues sus pechos trancaban contra las manos toscas cuando los pies aún no habían alcanzado el piso. A pesar de la firme suavidad que sentía bajo sus dedos Basilio, jamás, tampoco pasó de allí. Juana María se retiraba a sus aposentos, presa de temblores y de sensaciones inacabadas.
Con Josefa las cosas eran diferentes, pues la mulata llevaba casi treinta años de sentir los mismos ardores sin nadie que los calmara y ante la menor insinuación, estaba dispuesta. Por eso, cuando Juana María regresaba a la casa después de llevar a cabalgar sus placeres, respirando fuerte, con la sangre agolpada en su rostro y estrujando sus manos, la mujer, sin decir nada, la tendía en la cama, la despojaba de sus ropas y, dizque para que se refrescara, empezaba a frotarla con bálsamos de jazmín y espíritus aceitosos. Las manos morenas recorrían el cuerpo blanco, que se arqueaba apoyado apenas en las nalgas y los hombros, temblando con cada pasada del ungüento en círculos sobre sus senos y desgonzándose cuando los frotes de los dedos inquietos eran entre sus muslos. Luego cambiaban de lugar y era el ama la que hacía más lustrosa la piel de la esclava que se derretía bajo las caricias, cada vez más expertas de la joven, hasta que terminaban mezclando los gemidos de ambas gargantas en un sólo estertor. De espaldas sobre la cama, mirando las volutas que se elevaban, entre las dos se fumaban una calilla que encendía la mulata y que ya no la hacía toser como cuando la esclava le enseñó, unos años atrás. Se vestían sonriendo y se iban cada cual a sus quehaceres; la una a controlar que mesas y arcones estuvieran como debía ser, y la otra a sus bordados que nunca llegaban a la última puntada.

* * *

En la vieja casona que entre otras cosas el difunto aportó a su fortuna, donde moría la calle de los Estribos contra la muralla, Juana María fumaba mirando al mar refrescándose con la brisa de enero que entraba sin control por los ventanales del segundo piso. Ya no llevaba el luto riguroso que las costumbres imponían ‒independiente de si los deudos lo sentían o no‒, sino una ligera blusa de olán blanco que dejaba al desnudo sus hombros; la falda verde, sencilla y sin volantes, medio recogida en su regazo, dejaba airear las piernas y los pies descalzos. El día anterior había asistido a la misa de cabo de año de la muerte de su frustrado esposo y no bien regresó a la casona colgada del brazo de Josefa, se deshizo de las calurosas y lúgubres vestimentas. Como era lunes y en la casa no se recibía sino hasta el jueves, tenía casi una semana para andar a medio vestir sin ofender los pudorosos ojos de las visitas.
Ese jueves ‒el primero después del luto‒, a las cuatro de la tarde llegaron doña Isabel Cantillo de Pérez-Ángel, doña Carmen de Urzuaga y Rendón ‒piadosa dama que, aparte de una que otra visita, se dedicaba después de los oficios del día a reforzar la fe de los sirvientes y esclavos de sus amistades repasando con ellos la manera de comportarse en los templos y a rezar cabalmente las oraciones‒, y doña Ana Juana de Domínguez y Ubach, ésta acompañada por su sobrino el canónigo don Rodrigo Ubach de Liñán, recién trasladado de Lima al ministerio de la diócesis de Cartagena de Indias. La tía aprovechaba las visitas a las diferentes casas de quienes recibían para presentar al cura, nuevo en la ciudad. Quien, a decir verdad, no parecía ni fraile ni presbítero, pues sobre su hábito llevaba una capa que lo ocultaba y más parecía un caballero de romanzas de aventuras. Bien parecido, alto y de buena complexión, hizo una venia ante Juana María, inclinándose y desplegando un gran arco con el sombrero en su mano. No acostumbrada a estos gestos cortesanos, la joven viuda más se sorprendió cuando don Rodrigo besó su mano, sin dejar de mirarla directamente a los ojos. Alcanzó a ruborizarse, pero tampoco apartó su mirada de los ojos verdes del clérigo.

A Juana María se le fue la tarde sin apenas notarlo. Dieron buena cuenta de los dulces y pastelillos que Josefa envió a buscar al convento de las Clarisas con una de las maritornes de la cocina. Nunca había tenido una conversación tan entretenida y que le hubiera dado tanto placer como esta con don Rodrigo. Charlaban como si se conocieran de toda la vida. Con un respingo, finalmente, doña Ana Juana creyó que ya era hora de llevar a su sobrino por el buen camino, y se levantó. Así lo hicieron las otras damas y el cura, dando por concluida la velada.
Durante los días siguientes, Juana María vivía como en Babia, con los párpados entrecerrados pero las pupilas brillantes, respirando fuerte y estrujándose las manos. Encendía un tabaco tras otro, con la braza del que acababa de fumar, cogía la costura para soltarla antes de haber enhebrado la aguja, abría y cerraba las ventanas, daba órdenes y contraórdenes que confundían a la servidumbre, se miraba durante horas en el fondo del pozo del patio principal y, para preocupación de Josefa, no quería saber de espíritus aceitosos ni de bálsamos de jazmín. La mulata no se explicaba el cambio de humor del ama.
Tres días después de la visita, el aldabón del portón retumbó en toda la casa. El corazón de Juana María dio un vuelco y presurosa, empezó a vestirse con más formalidad. Estaba en ésas cuando entró Josefa a la habitación con una esquela lacrada en un pequeño azafate. La joven rasgó el sello y antes de leer miró a Josefa con el ceño fruncido, clara orden que se retirase. Con avidez leyó: «Doy la vida por ser vuestro confesor. Venid mañana, que os trataré con indulgencia. Beso vuestros pies. R.». Su corazón dio otro vuelco y a sus mejillas subieron los colores. Sonrió como hacía tres días no lo hacía. Se sentó ante el secreter y escribió: «Mejor venís vos. Os espero el miércoles en la noche, a las 9. J.M.».
Miércoles porque le daba tiempo suficiente para prepararse para el encuentro y a las nueve porque ya la servidumbre estaría en el quinto sueño.
Las horas se le hacían eternas y era como si los días no pasasen. Aunque era despreocupada por las costumbres y solía hacer su voluntad sin permitir que otros se inmiscuyeran en su vida, pensó que no era prudente que Josefa estuviese rondando por la casa el día del encuentro. Escribió una nota para doña Carmen de Urzuaga, pidiéndole encarecidamente que, como habían comentado en la pasada reunión, se aviniera a examinar si Josefa debía ir nuevamente a la catequesis o si no era necesario; que si terminaban después de las siete de la tarde, no la dejara regresar sino hasta el otro día temprano y que siempre contara con su agradecimiento.
El miércoles transcurrió más lento que los otros días, pero a medida que el campanario de Santo Domingo desgranaba las horas, la excitación de Juana María iba en aumento. Estuvo todo el día deambulando casi en paños menores y sólo hasta las cinco decidió que Josefa la ayudara a bañarse. Se dejó perfumar y acariciar como otras veces pero no hizo lo propio con la mulata que así lo esperaba y en su lugar, al cuarto para las siete, la envió con el mensaje lacrado a casa de doña Carmen. La mujer partió a regañadientes, sin salírsele de la cabeza que su ama estaba enferma...

* * *

No hubo confesiones ni absoluciones sino un beso largo, con el sabor del tabaco que la joven acababa de tirar al piso. Ambos manifestaron que se amaban desde que se vieron. Que se amarían siempre. «Eres mi vida» decía ella. «Eres mi tesoro», añadía él.
Don Rodrigo, tal vez por haber oído en confesión muchos detalles, era un experto en las artes amatorias. Llenaba todas las expectativas de Juana María, quien se iba de este mundo una y otra vez y, cada vez que volvía, quería marcharse nuevamente con renovados bríos. Por su parte, el fraile no había conocido nunca tanta pasión en una cristiana ni, jamás, ninguna le había exigido tanto ni le había mostrado otros caminos con todas las partes de su cuerpo. Boca, labios, lengua, cabellera, senos, dedos eran herramientas que la joven ‒intuitivamente‒ utilizaba como si fuese la más diestra. Rodrigo quedó rendido, de espaldas y sin remedio, bajo la amazona que ahora lo cabalgaba mirándole a los ojos, a pelo como solía hacerlo en la hacienda, pero con la sensación no ya de un mero roce del lomo sudoroso del caballo entre sus piernas, sino de todo él en el interior de su cuerpo. Exhaustos, se fundieron en un amasijo de cuerpos inertes, movidos apenas por las respiraciones urgidas de un poco más de aire.
Josefa se salió a hurtadillas de casa de doña Carmen pues no creía que corría peligro por andar en las calles cerca de la media noche. Le preocupaba su ama, ya que nunca se había comportado así con ella. Algo debía andar mal. Subió despacio, pisando en los extremos de los peldaños para evitar que con sus chirridos Juana María se despertara y con igual cautela, empujó la puerta del dormitorio. Se quedó de una pieza al ver los cuerpos desnudos que descansaban dormitando. Sentir que los celos la devoraban, que la rabia era más fuerte que cualquier buen recuerdo y regresarse por donde había venido a casa de doña Carmen, fue todo uno. La piadosa dama, en camisón y gorro de dormir, escandalizada por lo que le contaba la mulata, no dudó en poner en conocimiento a primera hora del jueves los hechos ante el Bachiller Gómez Suárez de Figueroa, inquisidor de la ciudad.

* * *

A Rodrigo ni siquiera con torturas lograron que confesara que había incurrido en el pecado de solicitación. Siempre dijo, igual que ella en su momento, que todo había sido producto del amor, que le dispensaran de sus votos pues la amaba más que a nadie y que no se arrepentía de sus actos. Tanta contumacia bien merecía la hoguera, pero Gómez Suárez trasladó su caso al Inquisidor General, temeroso de actuar contra alguien que llevaba el mismo apellido del Arzobispo Virrey Melchor de Liñán, quien regía desde el Perú. Tanto don Rodrigo Ubach de Liñán como doña Juana María de Arce Torres y Marín, fueron deportados a la Península a bordo del galeón San José.
Tras varios meses confinados en la sentina del barco, en ruta de Portoalegre a Cartagena, el conde de Casa Alegre juzgó que los penitentes deportados ningún peligro podrían representar y por ser pecadores de buena cuna, ordenó que se les permitiera salir de su encierro; total, que a ninguna parte podrían ir en medio del océano, se justificó.
Los amantes lograron verse unos días después y, para ocultarse de las miradas que atraían sus hábitos con las cruces aspadas y sus cabezas rapadas, se refugiaron en el pañol de carpintería contiguo a la santabárbara del navío. Juana María quería revivir el primer y único encuentro íntimo que habían tenido y encendió una calilla. Con la primera bocanada aún sin disiparse, él la besó como la primera vez. Oían cañonazos sin saber que estaban en batalla. Pero las urgencias de los deseos reprimidos durante esos años eran más fuertes que la curiosidad por saber qué pasaba. Ella arrojó el tabaco que estorbaba para las caricias y en un frenesí de pieles resbalosas por el sudor, se fundieron en una sola carne.
No supieron si la explosión era cierta o eran sus cerebros los que explotaban en el culmen de su amor...

1 Hijo del conquistador español capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, de la nobleza extremeña, y de la ñusta o princesa inca Isabel Chimpu Ocllo, nieta del Inca Túpac Yupanqui y sobrina del Inca Huayna Cápac, llevaba por nombre cristiano de bautismo Gómez Suárez de Figueroa



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