La imaginada historia del No Mercy

D.F. Torrents, 2009


El día era caluroso, como cualquier día de Julio en las playas de Cañaveral, en el parque Tayrona cerca de Santa Marta. Llevaba a manera de collar las abarcas y caminaba descalzo justo en donde morían las olas para, por lo menos, refrescar los pies que se resentían de la arena ardiente. Caminaba cabizbajo por la reciente noticia y ante la imposibilidad de contar los granos que resplandecían bajo el sol del mediodía con el fin de olvidarla, contaba las conchas náufragas que las mareas habían depositado en la orilla.

Me llamó la atención una que brillaba con reflejos inusuales. Traté de moverla con el pie, pero se resistía. Era grande y estaba algo enterrada. Entonces me agaché para descubrir que no era tal concha. Escarbé a su alrededor con ambas manos y dejé al descubierto una botella color ámbar, bastante sucia por fuera y por dentro, con un tapón de madera a guisa de corcho recubierto con algo que parecía cera oscura, pero que después supe era alquitrán aceitoso. En su interior se adivinaba un rollo amarillento de papel. De inmediato noté que no era basura abandonada por los turistas que infestaban estos parajes cada fin de semana. Con el corazón agolpado en la garganta, la tomé mirando furtivamente alrededor y corrí los dos kilómetros que me separaban de la cabaña.

No sé porqué sentí la necesidad de bajar los postigos venecianos y quedar en la penumbra del salón. Tal vez quería evitar miradas intrusas que me disputaran lo que presentía era un tesoro. Después de varios intentos con la navaja, el tapón saltó y pude extraer el rollo. Lo extendí con cuidado sobre la mesa y, a medida que lo desenvolvía, iban apareciendo ante mis ojos redondos como platos, más y más caracteres apretados, negros, algunos demasiado elaborados y adornados. Lo que se leía estaba escrito en inglés.




Yo, Ian Radcliffe, en mala hora apodado Shivery Red por aquellos bribones, no diría nada de lo que aquí digo si hubiese permanecido a bordo, como correspondía. Pero lo digo con la esperanza de que se haga justicia y algún día paguen por haberme dejado abandonado en esta isla perdida no sé bien dónde. ¡Qué digo isla! En este islote. Sólo con mi baúl y mis anotaciones sobre el progreso de las plántulas del árbol del pan, con dos anzuelos y todos los huracanes.

Fui miembro de la tripulación del Bounty, embarcado por la Royal Society y encargado de la recolección, cuidado y estudio de los arbolillos que deberíamos haber llevado a las plantaciones del Caribe.

Tres meses después de arribar a Pitcairn, Fletcher Christian nos comisionó a Ollie Drunkard Smith, a otros tres y a mí para que nos desplazáramos al otro lado de la isla y prendiéramos fuego al Bounty. No quería que tras haber contado con la suerte de encontrar esta isla fuera de curso según las cartas marítimas que conocíamos, nos descubriesen al divisar desde lejos los mástiles del barco. Deberíamos transportar de vuelta al campamento que ya se estaba volviendo aldea, los remanentes que aún quedaban abordo: algunas ropas y utensilios, amén de la totalidad de los cristales de la cámara del capitán. Ya estábamos advertidos que por cada cristal roto seríamos premiados con veinte azotes.

Smith, a pesar de sus continuos roces con Christian desde que partimos de Inglaterra, fue uno de los amotinados que lo secundó y uno de los que más azuzó a los otros para que se abandonara a su suerte al capitán Bligh en medio del Pacífico. Trataba de disputarle el liderazgo a Fletcher Christian pero este, y dos matones que le eran leales como perros, tenían el control de las armas y sin ellas, nada podía hacerse... Así que a Smith, sólo se le asignaban labores de mozo de mandados, exploraciones y búsquedas, y mientras más lejos del campamento, mejor. Si Christian hubiese sido más avisado y sagaz, no le hubiera encomendado esa misión pues Smith, en su resentimiento y rencor, podría cometer alguna locura, tal y como lo hizo para mi desventura y perdición.

Tan pronto arribamos a la bahía donde se mecía el Bounty, Smith corrió chapaleando entre las pequeñas olas y luego nadando hasta asirse a una de las escotas que pendían por estribor. Subió como un mono y desapareció bajo la cubierta.

Cuando llegamos los demás, tras hacer las mismas maniobras para subir al barco, nos estaba esperando armado con un machete en una mano y una pistola en la otra. El pistolón de dos cañones con que nos apuntaba, con tan solo dos perdigones, era lo bastante amenazador como para que ninguno de nosotros se atreviera a desafiarlo. Colegí que lo debería haber tenido oculto desde siempre tras algún mamparo y que esperaba una buena oportunidad para usarlo. Como aquella.

Para no extenderme dado que este pequeño rollo de papel es limitado y no tengo más botellas, diré que los cinco zarpamos -cuatro bajo amenazas-, con muchas dificultades por ser escasa tripulación para semejante navío y que tras siete meses de dar bandazos de aquí para allá, alejados de las rutas conocidas, topamos con el naufragio de unos piratas malayos. Recogimos 27 agradecidos sobrevivientes asiáticos y dos portugueses renegados, a cual de más fea catadura.

Habiendo suficiente tropa, se procedió a emparejar el barco, a remendar velas, engrasar motones y colchar cabos. Se desmontó el león rampante de la proa y se cambió el nombre en el espejo de popa. De ahí en adelante, navegábamos en el No Mercy, pues del Bounty no quedaba sino el recuerdo. Años después, tras el saqueo que hicimos de Chimbote, se instaló como mascarón de proa a la Señora Muerte, con guadaña y todo, robada del cementerio del pueblo, para más terror de nuestros enemigos, como decía riendo el pérfido Smith.

Muchas fueron las millas que el No Mercy devoró con avidez y muchas las aventuras que vivimos. Incontables los tesoros que de Manila pretendían llegar a Méjico para ir después a las cortes madrileñas, pero que hicimos terminar en nuestros arcones.

La segunda vez que fondeamos en la isla de Kauai, Smith enroló a seis americanos, del sur. Después nos enteramos que eran algunos de los amotinados del Santa Rosa, parte de los que Hipólito Bouchard no fusiló sino que apenas azotó. Cuando Bouchard demandó del No Mercy la devolución de esos hombres, Smith argumentó que entre corsarios, ambos enemigos de España, no deberían hacerse ese tipo de demandas. Presionado por su oficialidad, Bouchard exigió ver los documentos de la patente de corso del No Mercy. Smith le dio largas y para evitar un incidente con un contendiente mejor armado, Drunkard Smith zarpó de noche, hacia el suroeste, pues sabía que La Argentina de Bouchard iría hacia el noreste, hacia California.

Hicimos el viaje que de regreso debería haber hecho el Bounty: Pacífico Sur, Índico, Cabo de Buena Esperanza, Atlántico Sur y al norte, hacia el Caribe, a probar suerte con las arcas españolas que de Cartagena de Indias y Habana se dirigían hacia Europa.

Harto de navegar y de estar rodeado de tanto facineroso, prestando la tercera guardia, en la madrugada avisté una flotilla de dos fragatas y un bergantín. Sin pensarlo dos veces, armé uno de los pedreros de proa e hice un disparo hacia ellos, no con el ánimo de hacerles daño pues sabía que desde esa distancia era imposible, sino de llamar su atención y ver si alguien tomaba cartas en el asunto de mejorar mi destino. Respondieron con una andanada que destrozó la botavara superior y agujereó la vela de gavia del trinquete. Ante tal barullo, Smith y los demás subieron a cubierta en un santiamén y, como pudimos, logramos escapar. La verdad es que no nos persiguieron con saña, pues tal vez tenían otro asunto más urgente que atender.

Pero en nuestra escapada, fuimos a parar directamente al huracán que veníamos soslayando durante una semana. Para no abundar en detalles, diré que tuvimos que recalar al abrigo de un pequeño islote, a remendar velas y repasar la nave. Tan maltrechos quedamos. Smith no dudó en echar sobre mis hombros toda la culpa de las desgracias que le sucedían al No Mercy. Sin embargo, algo de estima debía sentir por mí, pues pese a lo despiadado que solía ser, no me colgó allí mismo sino que... me desembarcó en el islote. Con mi baúl y dos anzuelos.

Así que lo hago saber, para que se haga justicia. Lo digo yo, Ian Shivery Red Radcliffe, antiguo tripulante del Bounty, mal llamado No Mercy.


Océano Atlántico, 1818 ( ¿o 1819 ? no sé bien...)



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