D.F. Torrents, 2009
La Ley del Mar engloba
una serie de tradiciones por las que
los marinos de todo el mundo se han regido a lo largo de la historia de la
navegación. Tradiciones como que el capitán sea el
último en abandonar el navío o que sean las mujeres y los
niños los primeros en ocupar las plazas de los botes salvavidas en
caso de naufragio, son algunas de estas costumbres. Sin embargo, la ley
del mar se refiere más específicamente a la costumbre de
practicar canibalismo de supervivencia en el caso de que un grupo de
náufragos quede a la deriva tras un naufragio.
De acuerdo con esta tradición marinera, en el caso de que un grupo de
marinos quedase a la deriva en alta mar, una vez agotado el alimento, los
náufragos podían echar a suertes quién de ellos
sería sacrificado para servir de alimento a los demás.
Este proceso se repetiría tantas veces como fuese necesario hasta
que los supervivientes fuesen rescatados, o hasta que quedase un
único superviviente en la balsa. De acuerdo con la ley del mar,
únicamente podían ser usados como alimento bien los cuerpos
de personas que hubiesen muerto por causas naturales —habitualmente
heridas producidas en el naufragio, o más comúnmente muertos
por haber bebido agua de mar—, o bien aquellos supervivientes que el
azar hubiese escogido para tal fin.
Entre los marinos era habitual usar el método del cordel: se
cortaban tantos pedazos de cabo como supervivientes quedasen y
aquél que escogiese el cordel más corto era el elegido para
el sacrificio.
Al museo del Louvre siempre entro a través de los muros de piedra
de la cripta. No sé el porqué, pero siempre lo hago por ese
sitio. Tal vez porque me parece que es más romántica esa parte
erigida como fortaleza en el siglo XII o quizás porque es lo más
alejado del portero y los guardianes, a quienes no quiero enfriar con mi
presencia. Recorro las salas y me detengo durante horas ante el inmenso
óleo que Monsieur Géricault dedicó a mi muerte —de
eso estoy segura, pues ahora sé que desde que me conoció
siempre estuve presente en sus pensamientos— y me veo a mí misma
en el lienzo tendida, pálida y medio desnuda.
Me conoció en casa del coronel Julien-Désiré Schmaltz y de
su esposa Reine Schmaltz, de quien yo era cocinera, mucama, ama de llaves y, en
ocasiones, amiga y confidente. Fue una tarde de primavera en que nos visitaba y,
como estaba convenido con Madame Schmaltz, al oír la campanilla me
presenté con el servicio de té para ella, para mí y para el
joven pintor. Tan pronto me vio entrar al salón, su hermoso rostro
enmarcado por los rizos revueltos y al desgaire y las largas patillas que usaban
los jóvenes de cierta clase, quedó por siempre grabado en mi mente.
Tendría él unos dieciocho años. Cuando me miró directo
a los ojos, no pudo o no quiso retirar su mirada por unos minutos. A pesar de
casi doblarle la edad, me ruboricé ante el mozalbete. Me senté en
una de las poltronas después que Reine me presentó como a su amiga
Marie-Juliette —mi verdadero nombre—, cosa que hacía con
frecuencia según las circunstancias, agradeciéndome por haberme
encargado del té ya que “la servidumbre estaba por fuera de la
casa”, posando de la gran dama pudiente que siempre quiso ser. Sus labios
en mi mano me hicieron temblar como a una adolescente y, hoy y cada día,
el recuerdo del calor de sus labios me hace estremecer.
Fue una tarde deliciosa en la que, poco a poco, el peso de la conversación
recayó sobre nosotros dos: como en otras ocasiones y con otros visitantes,
Reine se excusó y tras alegar una fuerte jaqueca, se retiró del
salón. Nos quedamos los dos y nadie podría decir quién estaba
más encantado con el otro, de lo animado que conversábamos. Como si
nos conociéramos de toda la vida. Me hablaba de sus proyectos, de su
experiencias, de la angustia que se sentía frente al lienzo en blanco, de
cómo resolvía con varias pinceladas el flujo que debía tener
la pintura, de cómo era yo la modelo perfecta que estaba buscado
infructuosamente desde hacía varios años. Me aseguró que
dejaría su trabajo de estudio y copia en el Louvre y que le interesaba
menos reproducir a Diego Velázquez, Titian, Rubens y Rembrandt que irse
conmigo a Senegal. Que me amaba, desde el mismo instante en que entré al
salón con la bandeja y el servicio de té. Con el corazón
batiendo en todo mi cuerpo —ése que ahora no tengo—, le dije
que lo pensara, que no estaba bien que se fijara en una mujer mucho mayor que
él, que debería seguir con su carrera y materializar sus
sueños, que si era lo que quería que dejara lo del Louvre y se
fuera a Florencia a perfeccionar su arte, que era un joven apuesto y agradable
que bien merecía hacer la vida que le correspondía, que sí,
que le serviría de modelo si es eso lo que quería...
Reine ya me había advertido que era un joven impetuoso, mas no creí
que lo fuera tanto. No pude continuar pues selló mi boca con sus labios.
Mi corazón batía sin control. Pero ante la dulzura que me embargaba,
no me resistí ni hice ademán alguno por rechazarlo. Más bien
le correspondí y fue en ese mismo momento en que comprendimos que para
enamorarse no se requiere de mucho tiempo ni de mayor preparación.
Simplemente, se da en un instante.
En los días siguientes fui varias veces a su estudio. Venciendo el sonrojo
y la vergüenza, me desvestía con prontitud, pues no disponíamos de
mucho tiempo. Me galvanizaba el contacto de sus manos sobre mi piel, cuando me
indicaba cuál era la pose que debía adoptar para la
composición que bullía en su cabeza.
Trabajó muchos bosquejos a la sanguina, acopiando material para cuando ya me hubiese ido al África con los Schmaltz, cosa que, por fin, habíamos convenido. Yo al África y él a Italia.
* * *
Todos estos recuerdos me vienen a la memoria cuando observo el cuadro que
Théodore pintó para mí. Años después. A pesar
de ver los cuerpos —incluyendo el mío— en el lienzo, no pienso
en la tragedia sino en el recuerdo de nuestro amor. Es lo que siento cuando
penetro al Louvre, pero cuando vago por otros sitios, siempre tengo presente el
naufragio.
Fuera del museo, siento nuevamente el golpe que recibí en la frente y que
partió mi cráneo y me siento, otra vez, saliendo por la hendidura.
Revivo la sensación de estupor de verme desde afuera, sin comprender bien
qué es lo que ha pasado. Soy yo la que está allí viendo todo,
soy yo quien se ve a sí misma inmóvil, a pesar de que me estoy
moviendo... Por alguna magia que no comprendo, estoy fuera de mí, pero me
siento dentro de mí, siento todo lo que hacen
conmigo. No sé si me expreso bien. Veo mi cuerpo yaciendo sobre los maderos
de la balsa y a la soldadesca que me arranca las ropas preparándose para
el festín. Les veo liándose a golpes y empujones por hacerse a un
trozo de mis carnes. Carne que les permitirá vivir unos días
más hasta que haya otro sacrificado —uno de ellos mismos— o
que los mantendrá ahítos hasta que caigan por la borda en su
afán de hacerse a un lugar seguro en el centro de la balsa o los arrastre
fuera de ella una ola. Veo también a los que se niegan a comer carne humana,
lo que los convierte de inmediato en próximos candidatos a ser comidos. Con
más facilidad para las conciencias de los otros, pues ni siquiera
tendrán que matarlos sino esperar a que mueran. Sin sobrepasar ciertos
límites, por supuesto, pues nadie querrá comer sólo pellejos,
nervios y escasas carnes. Veo morir a los que se suicidan, incapaces de resistir
las penurias que viven...
Alcancé apenas para medio saciar a una treintena de famélicos supervivientes,
pues no era nada voluptuosa de carnes, como puede dar fe Théodore. Ese
mismo día hubo tres matanzas más y se recuperaron dos que
habían bebido agua salobre en exceso. Otro, que había caído
de la balsa, se ahogó y fue arrastrado por las corrientes antes de que
pudieran halarlo con un garfio para acumular más reservas. Uno de los
oficiales llamó al orden y a la cordura, intentando establecer raciones
para que, comiendo poco, se tuviesen fuerzas suficientes para seguir viviendo:
alegaba que no era necesario quedar a reventar y que así la mayoría
tendría más posibilidades de sobrevivir. A instancias de un gaviero
apodado Boucher, borracho como todos sus compinches pues
en las barricas embarcadas no había agua sino vino, el oficial fue comido
al día siguiente.
La balsa y sus horrores me impedían alejarme. Me halaban como si fuesen un
imán atrayendo a un clavillo. Como si por alguna suerte de mesmerismo
tuviese yo que estar allí hasta ver el final de la tragedia, como si fuese
un pajarillo inmóvil embelesado ante la serpiente que lo ha de devorar. A
pesar de flotar varios metros por encima de los restos de barco con que se
construyó la balsa y de los seres humanos desparramados sobre ella, no
podía alejarme. Vi cómo un negro de la Martinica agitaba los jirones
de su camisa hacia el nordeste, donde se divisaban las velas del
Argus que se aproximaba. Con un cañonazo de
salva dio aviso de que lo náufragos habían sido vistos. El
júbilo se apoderó de los quince que quedaban. Brincaban y se
abrazaban. Danzaban y daban volatines. Hasta cantaron La
Marseillaise que había prohibido Su Majestad Luis XVIII.
* * *
Por eso me gusta venir al Louvre y flotar frente a mi cuadro: para vivir el recuerdo del amor y dejar de sentir las dentelladas...