D.F. Torrents, 2010
Buena parte de los esclavos que se llevaban a América procedía de las capturas que se hacían de los
pueblos sojuzgados y derrotados en las batallas entre tribus. Los jefes tribales vencedores comerciaban sus cautivos con otros pueblos
africanos o con los europeos, intercambiándolos por cacerolas metálicas, ron, ganado o semillas de granos. Antes del viaje,
las víctimas eran confinadas en profundos fosos para evitar que escaparan. Allí, muchos morían de enfermedades y
falta de nutrición. Las condiciones era aún peores en el viaje, donde moría un tercio de los embarcados. Se estima
que en el comercio de esclavos de aquella época murieron —sólo en los viajes por el Atlántico— alrededor
de dos millones de personas.
La mayor población de esclavos negros que llegó a América procedía de la etnia Yoruba, asentada en la costa
occidental de África, embarcados casi siempre en la Costa de los Esclavos, en la Costa de Oro o en la Costa de Marfil. En los
barcos negreros llevaban consigo, como única pertenencia pues todo lo demás lo habían perdido, sus creencias y la
esperanza de que sus innumerables dioses los protegieran en adelante. Eran tan fuertes y arraigadas estas creencias, que aun subsisten en
toda la cuenca del Caribe y en el Brasil, principales destinos de la negritud arrebatada de sus tierras. No es extraño oír
hoy en día de múltiples Orishas1 tales como Yemanyá,
la Madre Divina y deidad del mar, esposa de Aganyu, padre de Shangó divinidad
del fuego, del trueno, padre de los cielos. O de Oshún, divinidad del amor, de la belleza femenina, de
la fertilidad, del arte y, además, una de las amantes de Shangó y amada de
Ogoun, deidad de la guerra. O de Ibeyi, los gemelos sagrados —hombre y
mujer—, representantes de la juventud y de la vitalidad...
De seguro, Babalu Ayé, divinidad de los males y la enfermedades y por ende de las curaciones, era uno de los más invocados
en el tránsito hacia el Caribe.
1 Un Orisha es un espíritu o deidad que refleja una de las manifestaciones de Olodumare (Dios) entre los Yorubas
Con un grito de parturienta —el último—, la mujer supo que había parido dos criaturas que jamás
conocería. Tres mujeres se afanaban en detener la abundante hemorragia, mientras otras dos limpiaban a los pequeños
que anunciaban a todo pulmón su llegada a este mundo. El primero en nacer, según la tradición yoruba fue
llamado Taiyewo, el “primero en probar el mundo” y el otro, Kehinde, el “último en llegar”. Estos nombres místicos
yorubas serían complementados con nombres más terrenales, pues de no ser así la confusión sería
grande en una región donde, por cada mil nacimientos, casi cincuenta eran de gemelos. Se pensaba que Kehinde —que
siempre era el mayor— enviaba a Taiyewo para comprobar cómo era eso de la vida y si era buena: Taiyewo le comunicaba a
Kehinde, por su forma de llorar, si la vida iba a ser buena o no. Dependiendo de las averiguaciones de Taiyewo, Kehinde llegaba
vivo o no. Si la respuesta del primero en nacer no era de buen augurio, ambos regresaban a donde pertenecían. Ambos
morían.
Se creía que los yorubas corrientes tenían un alma, pero los gemelos la compartían y, lo que es más
complejo, uno tenía la parte espiritual y el otro la parte mortal de dicha alma. Por fortuna, era imposible saber si este o
aquel tenía la parte espiritual o la material.
Antes de cumplir un mes, los gemelos fueron presentados al Ifá de la aldea, y obtuvieron sus
nombres familiares definitivos: N’goro y Mayemba.
Pasaban los años. La única familia cercana de los chicos era su abuelo, a quien los aldeanos miraban con recelo, pues casi
nunca salía de su choza. Ni se explicaban cómo era eso de que ni siquiera lo vieran beber o comer. Los únicos que
entraban y salían, alegres siempre, eran los gemelos. Parloteaban con los vecinos y retransmitían las historias que les
contaba el anciano. Se iban corriendo —buscando otra diversión— antes de ver los gestos de incredulidad y enojo de
los jóvenes y los mayores.
Desoyendo los consejos de todos, daban largas caminatas solos por la sabana. Se sentaban cerca a la orilla del río,
más inmenso aún por sus tamaños, y arrojaban lajas apostando y riendo por ver cuál daba más
rebotes en el agua.
El diez de okudu1, el mismo día en que cumplían catorce años,
instintivamente dejaron de reír y se concentraron en el murmullo que provenía más allá de los
árboles a sus espaldas. Agazapados tras los arbustos de la ribera observaban la tropa de nyamwezis que se interponía
entre ellos dos y la aldea. Los guerreros avanzaban en fila, con cautela y en silencio. El roce de sus pies en la maleza los
delataba, pero sólo para oídos que estuviesen lo bastante cerca como los de N’goro y Mayemba.
—¿Recuerdas lo que dijo el abuelo? —musitó N’goro.
—¿Lo del salto? Sí, me acuerdo.
—Baja la voz —la regañó.
—¡No eres mi hermano mayor! —reviró airada—. ¡Yo soy el Kehinde!
—añadió sin bajar el tono.
—Eres una tonta...
No alcanzó a terminar la frase cuando fueron descubiertos por quienes avanzaban a la retaguardia de la incursión.
N’goro agarró de la muñeca a su hermana y echaron a correr río arriba, alejándose aún
más de la aldea, seguidos a unos cien metros por dos de los cazadores. Rodearon un baobab y, cuando estaban fuera de la
vista de los perseguidores, dijeron al unísono:
—Un, dos tres... ¡Salta!
El sol que se ponía iluminó sus cuerpos en el aire, proyectando sus sombras en el suelo arenoso. Décimas de
segundo ante de caer, estiraron las manos y agarraron las sombras por los pies, antes de que se unieran de nuevo con sus cuerpos.
Desaparecieron en ese instante. Se hicieron invisibles a los ojos de los sorprendidos nyamwezis, que juraban les habían
dado alcance. Por más que aguzaban la vista y el oído, no detectaban a los jóvenes. Sólo se oía
la algarabía de los aldeanos que eran atacados por el resto de la tropa. No se percataban —porque no
podían— de que sus presas estaban a su lado, invisibles. Así permanecerían mientras tuvieran agarradas
a sus sombras: invisibles para todos, menos para ellos dos. Perplejos, los cazadores corrieron a reunirse con el resto que en la
aldea masacraba a los viejos y capturaba a los jóvenes.
—¡Chito!... El abuelo dijo que no nos ven pero nos pueden oír.
Recostados contra el tronco del baobab, sin soltar sus sombras, pasaron la noche tiritando y ahogando sus sollozos, invisibles
también a un grupo de leones que pasaban a abrevar, seguidos por las hienas que siempre pretendían sacar provecho
de las sobras.
Lo despertó la lengua del perro paseando por su cara. De inmediato cayó en la cuenta de que si el perro lo
lamía era porque podía verlo. Miró a su hermana y ella también había soltado su sombra durante
el sueño: las sombras de ambos se unían a sus cuerpos con los primeros rayos del sol. Prestó atención y
no oyó sino los chillidos de las aves en el río. Entonces despertó a Mayemba.
En silencio, visibles, se dirigieron a la aldea sabiendo que debían esperar lo peor. Atravesaron la
boma de seto espinoso que los protegía de las fieras durante la noche. Una de las chozas
ardía y en la explanada central se veían varios cuerpos inmóviles, de ancianos y niños. Los buitres ya
habían llegado y daban saltos entre los cadáveres, como si buscasen el más apetitoso.
—¡Abuelo!
Corrieron hacia el anciano que boqueaba recostado en el quicio de su choza. Las tripas en su regazo salían por el corte en
su vientre. Sólo alcanzó a bendecirlos poniendo su mano sobre las cabezas de los chicos y luego, balbuceando,
señaló en la dirección en que los nyamwezis se habían llevado a los sobrevivientes. Cerró los
ojos sin decir palabra.
N’goro y Mayemba permanecieron a su lado en cuclillas, acariciando cada uno una de las manos del anciano y llorando en
silencio. Sus lágrimas marcaban surcos brillantes en las caras cubiertas por el polvo que levantaban los buitres con su
aletear.
Hacia el mediodía, el hedor era ya insoportable. Se levantaron y sin decir nada, como si estuvieran de acuerdo en lo que
tenían que hacer, empezaron a correr en la dirección que había señalado el abuelo. Trotaban a paso
medio, constante, como estaban acostumbrados a hacerlo cuando iban de una a otra aldea en la sabana. Sólo se detuvieron a
beber en un remanso y a dormir, ya casi de noche. Por precaución, una vez que capturaron sus sombras, Mayemba las ató
de los tobillos a las muñecas, para no dejarlas volver a su posición natural, con el consiguiente riesgo de volver a
ser visibles. Así hicieron tres jornadas, hasta que empezaron a oír lo gemidos de los vecinos y los gritos de apremio
de quienes los capturaron y los llevaban en recua, atados con grilletes en los tobillos y varas en los cuellos. Era una treintena.
Como en el poblado no vieron muchos muertos, dedujeron que los demás habían escapado internándose en los
matorrales.
Sin ser vistos, vieron cómo eran zafadas las cadenas y abandonados a la vera de la trocha a quienes ya no podían
dar un paso más. Con el tiempo, sus negros cuerpos se descompondrían y engrosarían las osamentas que bordeaban
el camino. El camino a la rada donde esperaban los barcos.
Los gemelos convinieron en que no se mostrarían a nadie, ni a sus amigos, por doloroso que eso fuera. Y no teniendo familia
a la cual retornar, estuvieron de acuerdo también en seguir a los cautivos, adonde quiera que les llevaran, para saber
cuál sería su suerte.
Una semana estuvieron merodeando por el lugar, haciéndose visibles sólo para robar algo de comer.
Cuando ya no cabían más en el foso donde se acopiaban cantidades suficientes para justificar un viaje, con un
cañonazo anunció su arribo el Zong, barco negrero y negro como ellos, el mismo que los
arrancaría de sus tierras para nunca más permitirles volver.
* * *
Ambos vomitaron los tres primeros días del viaje. Luego se acostumbraron e instintivamente inclinaban el cuerpo en
dirección contraria hacia donde escoraba el barco. Lo recorrían asidos de sus sombras, impotentes ante la miseria y
la desdicha de sus paisanos, amarrados a argollas en el fondo de las bodegas, hacinados de forma tal que les era penoso respirar.
Cuatro veces al día bajaban los hombres encargados de retirar a los moribundos y a los muertos. Los sacaban por los accesos
de cubierta con los enjaretados removidos para la maniobra, utilizando un cabrestante que pendía del palo mayor. Luego eran
arrojados al mar.
Dos meses y medio después de la partida, oyeron el alborozo de los tripulantes que divisaron una isla que pensaron era la de
su destino. Se equivocaban. Tal vez por esto o porque era lo corriente, los ánimos decayeron y varios de los marinos
enfermaron y corrieron la misma suerte de los negros que sacaban a diario.
En la masa oscura recluida en las bodegas se miraban unos a otros, desorbitados los ojos, al oír los gritos de disputa que
venían de arriba. No comprendían la lengua y esto los aterraba aún más. Horas después, se
abrieron las escotillas por donde sacaban a muertos y moribundos y obligaron a salir a todos, en grupos numerosos. Seguían
oyendo gritos, pero eran indistinguibles debido al golpeteo del agua contra el casco y a la distancia. Al disponer de mayor espacio
y de más aire fresco, muchos pensaron que sus plegarias habían sido oídas por
Babalu Ayé y hasta comentarios jocosos empezaron a circular entre los miembros de las diferentes
tribus. Mayemba y N’goro, sin ser vistos recorrían de arriba a abajo la nave y sabían lo que
sucedía. Impotentes, lloraban en silencio lágrimas invisibles.
Los hermanos subieron con el último grupo, el restante, y se acomodaron sobre la cofa de mesana. Desde esta altura, vieron
cómo eran arrojados por la borda, encadenados y sin posibilidad de salvación, 26 negros más. Los
últimos diez no esperaron su turno y con una mirada orgullosa y de reproche a los hombres blancos que los transportaban, se
lanzaron al agua.
Pasaron las semanas y arribaron al destino programado. Los hermanos no quisieron bajar a la isla, a pesar de la abundancia que se
veía por todas partes. Seguían robando comida a bordo para subsistir. Cuando el barco se apertrechó y se
hicieron reparaciones menores, volvió a desplegar velas en dirección al horizonte. Los chicos deambulaban cabizbajos
y en silencio. Ya no lloraban pero sus ojos brillaban más que de costumbre.
—Pérdoname por no haber llorado como debía —dijo N’goro.
—¿De qué hablas?
—De cuando nacimos...
Mayemba lo miró con ternura y con su sombra amarrada a las muñecas, lo abrazó.
—Deja de decir bobadas. Yo oí bien cómo lloraste y supe que todo estaría bien.
N’goro esbozó una sonrisa sin comprender.
—Lo que hemos visto y vivido, ha sido suficiente aún para varias vidas.
—Tienes razón —replicó su hermano. ¿Hacemos otro intento?
Se miraron de hito en hito, sus mentes se fundieron, zafaron los nudos que ataban sus sombras a las muñecas e, invocando el
nombre de Olokun —guardián de los profundos océanos y los abismos—, brincaron
desde el alcázar para hundirse en la estela del Zong y fundir las dos partes de sus almas.
—¡Hombre al agua! —gritó el vigía desde lo alto.
Cuando se pasó revista a la tripulación, estaban completos. El vigía, en medio de las risas de todos, juraba
con los más obscenos tacos que era cierto.
1 El mes de junio entre los yorubas