De cómo no decir al Rey todo lo que se sabe... y sacar provecho de ello

D.F. Torrents, 2009


First landing of Columbus on the shores of the New World, 1892, Library of Congress

Mucho se ha especulado sobre la vida de Cristóbal Colón, pues la información de su vida y andanzas es bastante fragmentaria. Ni siquiera los eruditos y estudiosos se han puesto de acuerdo acerca de su origen ni del lugar de su nacimiento; al punto que se le atribuyen procedencias tan diversas como que era catalán, gallego, portugués o judío.
Tampoco se sabe mucho sobre sus actividades previas a sus propuestas de buscar las Indias viajando hacia el occidente por el Atlántico. Se tienen indicios de que fue marino y navegante conocedor de todos los recovecos del Mediterráneo y que tuvo frecuentes encuentros con colegas no cristianos, marinos árabes y otomanos. ¿Conoció a Piri Reis, llamado también Hajji Mehmet, almirante, marino y cartógrafo turco otomano nacido en Gallípoli (la actual Gelibolu, en Turquía) en 1465 y muerto por decapitación en Egipto en 1554 ? Es una incógnita.
Lo cierto es que de ser así, habría podido tener acceso a la cartografía turca y árabe de aquella época, muchísimo más avanzada, extensa y exacta que la que se manoseaba en Europa. Piri Reis se basó en mapas con antigüedad de 1.500 años, de la era de Alejandro. Los originales fueron redescubiertos en 1929 cuando el Palacio de Topkapi, en Estambul, estaba en proceso de ser convertido en museo. Por contener aparentes representaciones de tierras entonces desconocidas y a raíz de los propios escritos de Reis indicando que sus fuentes habían sido "los antiguos reyes del mar", como lo consignó en su obra Kitab-i Bahriye1, las cartas del turco también son motivo de análisis y especulaciones. Colón bien pudo haber navegado sabiendo perfectamente hacia qué lugar se dirigía utilizando los mapas del otomano.

En todo caso, ¿por qué la puntualidad de Colón en su peticiones ante Juan II de Portugal y luego ante la corte de Fernando e Isabel?

"...Primeramente que Vuestras Altezas como Señores que son de las dichas Mares Oceanas fazen dende agora al dicho don Christoval Colon su almirante en todas aquellas islas y tierras firmes que por su mano o industria se descubriran o ganaran en las dichas Mares Oceanas para durante su vida, y después del muerto, a sus herederos e successores de uno en otro perpetualmente con todas aquellas preheminencias e prerrogativas pertenecientes al tal officio, e segund que don Alfonso Enríquez, quondam, Almirante Mayor de Castilla, e los otros sus predecessores en el dicho officio, lo tenían en sus districtos.
Otrosí, que Vuestras Altezas fazen al dicho don Christoval su Visorey e Governador General en todas las dichas tierras firmes e yslas que como dicho es el descubriere o ganare en las dichas mares, e que paral regimiento de cada huna e qualquiere dellas, faga el eleccion de tres personas para cada oficio, e que Vuestras Altezas tomen y scojan uno el que mas fuere su servicio, e assi seran mejor regidas las tierras que Nuestro Señor le dexara fallar e ganar a servicio de Vuestras Altezas....
...
Son otorgadas e despachadas con las respuestas de Vuestras Altezas en fin de cada hun capitulo, en la, villa de Santa Fe de la Vega de Granada a XVII de abril del año del Nacimiento de Nuestro Señor Mil CCCCLXXXXII.
Yo el Rey. Yo la Reyna.
Por mandado del Rey e de la Reyna: Johan de Coloma.
Registrada Calçena"

Siempre supo lo que pedía y así quedó escrito en estas Capitulaciones...

1 Libro de las Materias Marinas




Dos minutos después del ite, misa est, Colón se incorporó del reclinatorio donde todos los días asistía a la misa en la capilla del convento. No reparó en la joven que, distraída y desde la pared opuesta, lo miraba de hito en hito.
Felipa Moniz de Perestrello se levantó también y se dirigió presurosa a la salida de la capilla, tánto que alcanzó a tropezar el codo de Colón. Este se excusó como si fuese el culpable del encuentro y observó el rostro de la mujer, ahora sonrojado y con la mirada gacha. No tuvo tiempo de añadir nada más a su excusa, pues de inmediato se quedó solo.
En lugar de salir al patio del convento y luego a las callejuelas de Lisboa, se dirigió al refectorio. Esa mañana Fray Cosme lo había invitado a desayunar. Con los codos sobre los gruesos tablones del mesón, conversaban esperando a que vinieran a servirles algunas de las jóvenes huérfanas alojadas en el convento.
Había quince de ellas, pobres hijas de los hombres que bien le habían servido al reino y que, por no tener medios de subsistencia, debían declararse vergonzantes y acogerse a la caridad tanto del rey Juan como de los frailes.
Colón reconoció a la joven con quien tuvo el pequeño tropezón minutos antes. Traía los tazones de caldo y los panecillos para él y para el prior del convento. Los dejó presurosa y se retiró por donde había llegado.
-A esta joven la he visto en la capilla -comentó. Decidme, ¿quién es ella? -preguntó a su amigo mientras bajaba un bocado con el caldo caliente.
-Es la hija del difunto Bartolomeu Perestrello, hidalgo y gran navegante.
Tan pronto Colón supo que era hija de un "gran navegante", se interesó y empezó a sonsacar al fraile. Fue así como se enteró de que Perestrello, marino al servicio del Infante Don Enrique, había contribuido al descubrimiento de la isla de Porto Santo, cerca de Madeira. Más agradecido con Perestrello que con sus compañeros, El Navegante le dio la isla para que la usufructuara como señor y dueño. A los otros, tal vez queriendo perjudicarlos, les dio Madeira -llamada así por estar completamente cubierta de bosques, enraizados en suelo duro y rocoso-. Los compañeros de Perestrello, ante la imposibilidad de arar las tierras de Madeira, decidieron acabar con los bosques, prendiéndoles fuego.
-Y si os digo que el incendio duró más de seis años, no os estoy mintiendo...
Colón lo animó a que continuara.
Cuando la isla quedó reducida a una llanura cubierta de cenizas, los colonos plantaron viñas importadas de Portugal. El admirable vino de Madeira iba a hacer la fortuna de aquellos a quienes el Infante creía perjudicar.
-¿Y Perestrello? -urgió el marino.
-También alcanzó excelentes resultados en sus tierras. Pero se le ocurrió la infeliz idea de llevar a Porto Santo una pareja de conejos. Se multiplicaron en tal proporción que, en pocos años, devoraron todas las cosechas.
Con los últimos sorbos de caldo también se enteró que a Perestrello, desesperado y arruinado, aquello le costó la vida. Felipa -muy lejos de ser una huérfana vergonzante- estaba de paso en el convento, pues esperaba que su hermano, quien gobernaba aquella isla desolada que sería por siempre la pariente pobre de su rica y embriagadora vecina, enviara por ella.
En menos de cuatro meses, Cristóbal Colón se casa con Felipa y va a vivir con ella a Porto Santo, al lado de su cuñado el gobernador de la isla. Sin duda es joven y guapa, pero no rica. Y el marino, si bien aprecia la belleza, estima más aún la riqueza. Pero Colón mira más lejos, mucho más lejos del amor y de la ventaja inmediata. Tiende las manos hacia la dote de su mujer: las cartas marinas, las observaciones, los documentos de Perestrello, mal administrador, pero excelente navegante. Ese montón de manuscritos y de vitelas amarillentas contiene todos los conocimientos de la época sobre la navegación y sobre geografía. Y no los conocimientos conocidos por esas tierras sino los conocidos más allá del Mediterráneo: el saber de los otomanos y de los árabes, celosamente guardados por Perestrello y que ahora asombran a Colón. Contiene también notas personales, observaciones, fruto de una larga carrera. Felipa aporta a su marido una fortuna mucho más preciosa que el oro: el camino del oro.
Durante tres años de luna de miel con Felipa y con sus cartas de navegación, desde la isla de todas las tempestades otea el Mar de las Tinieblas, sabiendo qué es lo que tiene que hacer.
¿Arribar a la India por el Oeste? Nada más sencillo. Al fin y al cabo, era sólo cosa de pensarlo.
La verdad es que se pensaba desde hacía mucho tiempo; pero el inventor de la idea, el primero que la materializó en un mapa, fue un médico de Florencia, PaoloToscanelli.
Cristóbal Colón conocía la existencia de este mapa y de muchos otros. Sigue con el dedo, de Este a Oeste, el paralelo veintiocho. ¡Según Toscanelli, de Lisboa a Cipango no hay más que un paso! Europa y Asia juntas ocupan 270 grados, mientras que el océano que separa la punta occidental de Europa del extremo oriental de Asia ocupa solamente 130 grados. Adjunto al mapa de Toscanelli se anota: "No te extrañe ver que llamo Occidente a los lugares donde se dan las especias pues, en general, se suele decir que prosperan en Oriente. Pero el que siga navegando hacia el Oeste encontrará esos lugares en el Oeste. Y el que, por vía terrestre, viaje sin parar en dirección al Este, encontrará esos lugares en el Este". Colón sonríe para sí, pero Felipa nota su gozo.
-¿Qué os traéis entre manos, esposo mío?
-Que vamos a ser tan ricos como queramos...
Despliega sus mapas y le explica, casi susurrando, lo equivocadas que están las cartas conocidas. Ella le oye hablar de Ptolomeo y de Toscanelli y de cómo creían ellos, erróneamente, que la tierra era apenas un pequeño globo de 5.000 leguas de circunferencia.
Y luego le habla de Eratóstenes de Alejandría y de los navegantes otomanos y de las cartas desconocidas y

de las crónicas divulgadas pero no creidas y de las cartas ocultas de su padre y de que la tierra era mucho más grande. Tanto como de 7.000 leguas de circunferencia. Pero a nadie le dirá lo que él sabe sino lo que todos saben: mostrará las cartas que indican que la India está a la vuelta de la esquina, a una distancia que sea deseable para quienes van a subvencionar el viaje, a unas pocas semanas de navegación para regresar con todas las especias y llenar las arcas de quien diga ¡sí, adelante! Y todo, sin que sospechen que él encontrará algo más y que tendrán que pagar por ello...
-Hay otras tierras entre las del Gran Khan y nosotros -le dijo. Y de esto, mujer, ni una palabra a nadie. ¡Ni siquiera a vuestro hermano!
Decide que llegó el momento de buscar patrocinio para su aventura y, dado su nuevo parentesco, nada mejor que acudir a la corte del rey Juan de Portugal. Es recibido enfundado en un tabardo de paño verde. Bajo el faldón de la casaca asoman las calzas nuevas. Lleva borceguíes rojos de cuero cordobés. De su cintura pende esa espada ancha y corta que usan los capitanes de navío. Y bajo su brazo, incontables rollos de papel, con las cartas conocidas, con las que asignan a la tierra la ridícula cifra de cinco mil leguas de circunferencia y, por lo tanto, el camino corto y expedito a la riqueza.
Ante el rey y sus consejeros, habla y habla y habla... Acumula números, referencias, cita textos, invoca a Aristóteles, a Séneca, a Ptolomeo, a los maestros de ayer y a los de hoy. Se burla del reverendo Cosmas Indicopleustes, aquel viajero eclesiástico del siglo VI que representaba la tierra como un rectángulo, con la misma forma y proporciones que el Tabernáculo que se describe en el Antiguo Testamento. Deplora -con prudencia, pues la Iglesia está dignamente representada en la reunión- los errores de San Agustín y de ciertos doctores. Se pregunta cómo se explica que teorías tan absurdas hayan podido recibir durante tanto tiempo la aprobación de los medios oficiales -y hasta ser considerados como dogmas-, cuando, desde hace varios siglos, los musulmanes en sus academias, los judíos en sus sinagogas y los simples frailes en sus conventos habían demostrado su falsedad. Y aprovecha para recitar de memoria pasajes enteros de autores reprobados antiguamente por la Iglesia.
Este exordio no es del agrado de la junta real. Los obispos presentes fruncen el entrecejo. Los sabios aprietan los labios. Juan II reprime una sonrisa e interrumpe secamente a Colón:
-¿Adónde queréis ir a parar?
Con teatralidad que no esperaba la corte, Colón despliega uno de los rollos. El soberano portugués, los sabios y los eclesiásticos se inclinan sobre el pergamino.
-¡Pero si es el mapa de Toscanelli! -dijo alguno.
-¿No pretenderéis que demos crédito a este italiano, ciertamente versado en ciencias naturales, pero que no ha estudiado nunca la geografía ni, menos aún, navegado? -se quejó el rey Juan.
Sin embargo, se discutió el asunto. Y se terminó de una vez cuando el canciller del rey le corta la palabra a Cristóbal Colón.
-Ese proyecto lo tenemos en nuestros archivos desde hace mucho tiempo.
Y era cierto. Figura con todas las letras en la bula que el papa Nicolás V dio treinta años atrás al antecesor del rey Juan II con motivo de las conquistas del Infante don Enrique. El funcionario regio da lectura al documento: "El Infante, recordando que nunca, de memoria de hombre, se había sabido navegar por esa mar océana ... creyó que ofrecería a Dios el mayor testimonio de sumisión, por su celo, si podía hacer navegable esa mar océana hasta las Indias que dicen sumisas a Cristo..." Esta vez le toca a Cristóbal Colón sonreir. "¡Ahora salen invocando el nombre de don Enrique! En vida, pasaba por loco y poco faltó para que le encerraran. Locura de ayer, cordura de hoy". Pero Cristóbal se muerde los labios. Esta reflexión se la guardó para él.
El canciller continuó:
-La corte de Portugal sabe lo que tiene que hacer, no necesita que un extranjero le recuerde sus deberes. Nunca ha dejado de reconocer el interés material y politico de la ruta de las Indias. Esa conjunción con el Gran Khan, -tan deseable para Europa y para la Cristiandad- se realizará el día en que los navíos puedan doblar el cabo de Buena Esperanza y llegar al extremo oriental de Asia atravesando el océano en su totalidad. Portugal tiene bastantes hombres de valor y de talento como para poder esperar que, sin tardar mucho, un navegante continúe y corone la proeza de Bartolomé Díaz. ¿El camino del Oeste? ¡Locura!
Colón, sin decir palabra, piensa en don Enrique y en aquellos otros locos que tenían razón.
Para terminar la audiencia el rey Juan, medio en serio, medio en broma, pregunta a Cristóbal Colón cuáles serían sus condiciones en el improbable caso que le encomendara el mando de una expedición hacia el Oeste.
El navegante, sabiendo lo que encontraría y que no se trataba de disputar las tierras del Gran Khan -que por cierto ya tenían dueño y eran bastante lejanas-, las enumeró imperturbable:
-El título de Almirante del Océano, el virreinato y el gobierno de todas las tierras que se descubrirán y por descubrir, títulos transmisibles a mis herederos, la décima parte de las riquezas adquiridas y el derecho exclusivo de legislar en los territorios conquistados.
Una carcajada respondió a las pretensiones de Colón. Le advierten que los portugueses no acostumbran monetizar los servicios que hacen a su país. Por lo demás, sus fábulas son grotescas. Ya ha abusado bastante de la regia paciencia: la audiencia ha terminado.
Cristóbal Colón recoge sus papeles, se inclina ante el rey y, sin mirar a nadie más, sale de la estancia. En el momento de cruzar el umbral, se encoge ligeramente de hombros. ¿Portugal rechaza su proyecto? ¡Qué se le va a hacer! Irá a proponérselo a otras naciones.
-¿Francia o España? -se pregunta.



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