D.F. Torrents, 2009
En 1918 Roald Engebrecht Amundsen comenzó una nueva expedición, esta vez con un barco propio, el Maud, construido en 1916, con el que planeaba surcar el Paso del Noreste, viajando desde el Océano Atlántico hasta el Pacífico a través del Océano Glacial Ártico, por la costa siberiana de la Unión Soviética. El proyecto de Amundsen consistía en congelar el Maud en un banco de hielo flotante y navegar a la deriva, como lo había hecho previamente Nansen con el Fram. La expedición duró dos años, de 1918 a 1920, y no tendría los resultados esperados. No obstante, hubo investigaciones científicas bastante importantes por parte de Harald Sverdrup, jefe científico de la expedición, y quien es considerado uno de los oceanógrafos más notables de la historia moderna.
La casa en Uranienborg (actual Frogner) dentro del área metropolitana de Oslo, fue la residencia de Amundsen desde 1908 hasta su muerte en 1928. Funciona actualmente como museo.
Formó parte de varias órdenes honoríficas noruegas y extranjeras, entre ellas la Gran Cruz de la Orden de San Olaf (1906), la Medalla del Polo Sur (1912) y la Medalla al Gran Mérito Cívico. En 1917 renunció a sus condecoraciones alemanas en protesta por la guerra submarina de Alemania.
Aunque Amundsen nunca se casó, tuvo dos hijas adoptivas, de las que llegaría a ser un buen padre. Las niñas, Camilla y Kaconitta eran esquimales de la etnia Chukchi de Siberia, y Amundsen las habría recogido en Siberia durante su expedición en el Maud. Vivieron en la casa de Amundsen en Noruega de 1922 a 1924, cuando fueron enviadas a la escuela.
Harald Sverdrup -nacido en 1888 dentro de una
familia noruega de teólogos, juristas y profesores-
ateniéndose al rigor científico que lo caracterizaba y a lo
estricto de su formación familiar, de seguro no permitió que
todo lo que sucediera en aquellos alejados yermos quedara registrado en el
diario de la expedición. Es por esto que nos ha tocado recurrir a la
tradición oral, para reconstruir parte de lo sucedido.
O, al menos,
imaginarlo...
- Te digo, Roalbrechmundsen... ¡Estás más loco que un reno con un cuerno astillado!- dijo Nachwit, mirando al techo ondulante de la carpa mientras reía a carcajadas. Nunca pudo separar nombres de apellidos y menos las sílabas, lo que invariablemente hacía sonreir a Amundsen.
En contraste con las ráfagas heladas que soplaban afuera, sus cuerpos desnudos ardían bajo la piel de oso que los cubría. Ambos miraban agradecidos las lonas que se mecían con la ventisca, sabiéndose protegidos. Y calientes.
Dejó de reír y su cara fresca y redonda de 23 años se volteó hacia él. Acarició su barba entrecana y su semblante empezó a entristecerse al notar que el viento en el exterior arreciaba. Lo que presagiaba un fuerte invierno y que él debería partir, pues el barco que estaba amarrado a poca distancia, se congelaría en medio de un trozo de mar también congelado. «Qué loca idea dejarse arrastrar por los hielos en lugar de navegar», pensó. Pero era lo que él y el otro noruego loco querían: no usar el combustible y hacer un mapa de cómo era la deriva de aquellos hielos...
* * *
Los mismos hielos que trituraron el kayak y la cabeza de Kacuchku, su compañero. Si no hubiera sido por Amundsen que los divisó desde media milla de distancia, ella y la pequeña que llevaba amarrada como un fardo a sus espaldas, también habrían perecido, congeladas o ahogadas en las gélidas aguas. La engancharon de la vestimenta con un bichero y como pudieron, la izaron a bordo del Maud. No había rastros del hombre ni de su pequeña embarcación, y tras seis horas de golpear témpanos, decidieron seguir la marcha.
Cuando Nachwit despertó, dos días después, la abrasaba la fiebre y lo primero que hizo fue buscar desesperada a Kaconitta, su hija de apenas seis meses. Estaba seca y dormía a su lado. Dirigió su mirada a la cara del hombre que le refrescaba la frente con paños húmedos. Supo de inmediato lo acontecido con Kacuchku, pues la mirada compasiva del hombre-oso lo decía todo. Con lágrimas temblando en sus párpados, estiró su mano y le rozó la barba en señal de agradecimiento. Lo atrajo hacia sí y frotó su nariz contra la de él. Sonrió al ver la cara de sorpresa del europeo, quien cerraba los ojos embriagado con el aliento fresco de ella invadiendo su cuerpo.
- Nachwit, Nachwit- susurró golpeándose el pecho. Amundsen la miraba perplejo.
- ¡Ah, sí!- dijo por fin. Roald Engebrecht Amundsen- añadió, señalando hacia sí.
«Roalbrechmundsen. Mmmm. Lindo»
Al día siguiente, el piloto enfiló hacia un tramo recto de costa donde, según instrucciones de Amundsen, podrían esperar a que el Maud fuera atrapado por el hielo. Avanzaron hasta donde la sonda indicaba menos de una braza bajo la quilla del barco.
Durante la maniobra, Nachwit, pensativa y seria, miraba sin mirar a lo lejos, hacia el mar. Se quitó un collar con dos dientes de oso y tras murmurar algunas palabras, lo arrojó a las aguas. Cuando el collar se sumergió, el rostro de la joven se transformó y desde entonces estuvo sonriente y jovial.
Amundsen estaba intrigado con su cambio de humor. Sobre todo porque, sonriendo siempre, se le acercó y se le pegó al cuerpo como si fuera una rémora. Apoyaba la cabeza en sus hombros o un muslo contra su pierna o, si estaban caminando, una mano en su brazo. Sonriendo siempre.
En la cabina que hacía de cocina, Amundsen estudiaba las cartas de navegación sentado frente a la mesa que servía de comedor cuando la mar no era brava. Nachwit se sentó en el piso y puso su cabeza en el muslo izquierdo de él, a manera de almohada. Amundsen, que aún no se acostumbraba a esos contactos, miró dubitativo a Orlov el cocinero, siberiano éste, aclimatado en tierras menos bárbaras que su natal Svetlogorsk.
- Entre los esquimales, así agradecen y se someten a quien les salva la vida- dijo entre sorbo y sorbo de sopa.
Iba a añadir que si el salvador le sonreía al salvado, se aceptaba ser el protector y se recibía como sometido al otro. No alcanzó a decirlo cuando ya Amundsen estaba sonriéndole a Nachwit. No quedó constancia, ni escrita ni hablada, de si Amundsen lo hizo porque las actitudes de la joven le causaban gracia y curiosidad, o si intuía que era lo que debía hacer al recordar el aliento de ella dentro de él. Lo cierto es que sonrió y las pupilas de Nachwit brillaron como dos estrellas polares.
No lanzaron el ancla pues esta quedaría atrapada por el hielo e impediría viajar a la deriva cuando empezara el verano. Así que amarraron la nave en los salientes del peñasco que afloraba a unos metros de la orilla.
Amundsen consideró que con una persona extra en el Maud, la permanencia sería incómoda. Armaron cuatro carpas: una para Nachwit y su hijita -para respetar la privacidad de la mujer-, una para el propio Amundsen y su jefe científico Harald Sverdrup, y las otras para el resto de la tripulación. Se convino en que Orlov durmiera abordo, para estar al cuidado de la nave y para atender lo relativo a la cocina y manutención de la tropa.
Pasaron varias semanas esperando la formación del hielo alrededor del barco. En el entretanto, se tomaban datos de la temperatura y la velocidad del viento. Sverdrup sacaba muestras de agua de mar a diferentes horas y profundidades y las catalogaba en pequeñas botellas de vidrio. Algunos tripulantes salían en expedición de caza, regresando a veces con una foca y otras con las manos vacías. Nachwit cantaba y reía con su pequeña, corriendo alrededor del campamento cuando el clima lo permitía.
- No alcanzo a comprender cómo es que puede estar tan alegre, si acaba de perder al padre de la niña, a su compañero... - dijo Anundsen encendiendo por vigésima vez su pipa.
- Es porque los esquimales no tienen alma- espetó Svenson, el contramaestre. O porque la tienen congelada- añadió con sorna.
- O tal vez porque no le quería.
- Ambos están equivocados- terció Orlov. ¡Claro que tienen alma! Y de seguro que le quería. Si no, no hubiese lanzado al mar el collar que él le regaló alguna vez.
Orlov, el rústico, fue el encargado de sacarlos de su ignorancia y acallar sus prejuicios. Nachwit no sentía pena por la muerte de su esposo: sabía que estaba en un mundo mejor que este. También sabía que el espíritu del Gran Oso lo trataría con benevolencia, pues se presentó ante él con los dos colmillos que ella le había devuelto. Suficiente prueba de que fue valiente y supo vivir y morir.
El invierno no fue lo bastante crudo como para congelar una gran masa de agua que pudiera servir de isla flotante al Maud, por lo que el objeto de la expedición se retrasó.
Sverdrup aprovechó para salir de allí guiado por varios chukchi que regresaban hacia el sur. Prometió volver al finalizar el verano, para intentar el viaje de deriva pospuesto. Amundsen no puso ninguna objeción y esa noche durmió sólo en su tienda.
Nachwit -al ver que Amunsen quedó solo-, sin consultar ni pedir permiso a nadie, al día siguiente se trasladó con su pequeña a la carpa de éste.
- Menos frío, mejor para todos, Roalbrechmundsen...- dijo sin más, ignorando la expresión atónita del noruego.
En aquellos fríos paralizantes, siempre es mejor que una carpa sea compartida por varias personas, pues el calor corporal ayuda a entibiar el ambiente. Amundsen sopesó la situación y, de buena gana, aceptó la intromisión.
Pasaban los días (esto es un decir, pues la oscuridad era casi continua) y los tres compartían la tienda como si así hubieran vivido desde siempre. El acartonado corazón de Amundsen, en sus cuarenta y seis años -quien no se había casado porque ninguna de las mujeres que se le acercaron en su vida lograron moverlo a sentar cabeza-, latía con una fuerza diferente cada vez que Nachwit lo rozaba; con mayor vigor aún si lo tocaba, lo que sucedía más y más a menudo. La joven lo hacía pues, al fin y al cabo, él le había sonreído después de salvarla y ella aceptaba dichosa entregarse en cuerpo y alma a su salvador.
Durante ese verano, Amundsen aprendió muchas cosas. Que dormir con la ventana abierta, embutido en pesados ropajes árticos, como lo hacía desde los ocho años en su casa de Borge para acostumbrarse al frío, no era lo indicado. Hacerlo desnudo bajo una piel de oso era más confortable. Mejor aún si lo hacía al lado de Nachwit quien, también desnuda, acrecentaba el ardor de su piel con sus roces y caricias.
Al principio él se acostaba de medio lado y ella se pegaba a su espalda, como si quisiera perforarlo con sus senos firmes y puntiagudos. Con cualquier pequeño movimiento, el pubis áspero de ella le frotaba las nalgas. Nada parecido a lo vivido en su romance más largo, con Elvi Vala, finesa a quien conoció cuando empezó en la universidad. Cuando Nachwit se volteaba y le daba la espalda, era como si tuviera un imán que lo arrastraba y lo obligaba a voltearse también; ella se hacía un ovillo y se apretaba contra su dureza, sintiendo que sus pechos tenían el tamaño justo del cuenco de las manos del hombre-oso.
Ese verano, ella también aprendió. Entre otras cosas, que rozar los labios, chuparlos, mordisquearlos y permitir que la lengua de él explorara su boca, era más placentero que simplemente frotar sus narices. Aprendió a hacer lo mismo y Amundsen ya ni recordaba la primera vez que sintió ese aliento dentro de sí, pues ahora era toda ella quien lo invadía. Lamió la piel ardiente, igual que él lo había hecho. Lo recorrió con suavidad bajo la piel de oso. Curiosa, visitó con lengua y manos todos los rincones, como él había hecho, como le había enseñado. Si la pequeña hubiese despertado y no fuese tan pequeña, habría pensado que había entrado un oso a la tienda. Tal era el ondular de la cobija con el retorcerse de los cuerpos, con sus gemidos, gemidos que se acrecentaban cuando él hacía revolotear su lengua en sus pezones, duros como cuernos o cuando indagaba con sus dedos la tibieza oscura entre sus muslos. Aprendió a cabalgar sin montura, con él dentro de su vientre. A cabalgar locamente, sin freno ni control, hasta sentir que las auroras boreales no estaba en el cielo sino en todo su cerebro. Lo hacía cada noche, hasta desplomarse exahusta sobre el velludo pecho de Amundsen. Al mirar su rostro, el noruego no veía sus ojos negros brillantes, ni dos estrellas polares, sino mil carbones ardientes...
* * *
Sverdrup regresó al campamento bastante más tarde de lo planeado, pues ya estaba algo entrado el otro invierno. Lo recibieron con alborozo y ávidamente devoraron las noticias y los chocolates que había llevado. Cuando Nachwit salió de la tienda, el oceonógrafo alzó una ceja interrogando a Amundsen. La pesada silueta de la joven, bamboleando su vientre de siete meses de embarazo, llevando de la mano a Kaconitta -que daba sus primeros pasos-, fue para él un sorpresa mayúscula.
- Luego te explico- farfulló Amundsen.
Redistribuyeron a la tripulación, de tal forma que Sverdrup se acomodara en una de las tiendas. «Sólo y con frío», Amundsen no pudo evitar el pensamiento.
Todos se enfrascaron en los preparativos para la inminente partida del Maud, que ya estaba aprisionado en un gran bloque de hielo. Amundsen ordenó que Nachwit no participara en los ajetreos previos al viaje, por su avanzado estado de preñez, pero ella, pese a la prohibición, lo hizo porque quería contribuir al éxito de la expedición y a que se concretara el sueño de su hombre. Además, si iba a ir abordo -como él le había prometido-, en algo debería ayudar.
A Amundsen se le heló el corazón al ver caer a la joven, doblegada por el peso del fardo que arrastraba. Con un gesto de dolor y un grito apenas contenido, Nachwit se apretaba el vientre con ambas manos. Bajo su cuerpo se extendía sobre la nieve una mancha sanguinolenta. Orlov llegó a su lado primero que el noruego y entre ambos la alzaron y la llevaron al interior de la tienda. Los gritos de la mujer se hicieron incomprensibles para Amundsen.
- ¡Dice que va a nacer!- dijo el siberiano, un poco más calmado que el futuro padre.
Nachwit se retorcía con los dolores de su prematuro parto. Amundsen, como cuando la rescató meses atrás, le enjugaba el sudor de la frente, dejando que fuese Orlov quien la ayudara de veras en el trance. El explorador no habría sabido qué ni cómo hacer para servir de partero, cosa que era más natural para el cocinero, criado en un pequeño y remoto poblado donde todos debían valerse por sí mismos.
Nachwit pujaba cuando Orlov se lo ordenaba y después del esfuerzo, debían reanimarla porque quedaba casi inconsciente. El improvisado partero frunció el ceño, pues con cada arremetida del crío por nacer, se venía una oleada de sangre, cada vez más abundante. Por fin apareció una cabecita y Orlov, como pudo, haló con fuerza.
Afuera celebraron con aplausos y risas el llanto que indicaba que hasta ese momento todo iba como debía ser. Le entregó la niña al padre y se dedicó a contener la hemorragia, taponando con cuanto trapo encontró a mano.
Amundsen envolvió a la recién nacida en una manta y la puso en el pecho de la madre, quien la miró con una sonrisa. Luego le sonrió a él. Así quedó Nachwit para siempre, pese a los esfuerzos de Orlov: con una sonrisa en su rostro.
Así la recordaría el hombre-oso y, así mismo, se la imaginaría la pequeña Camilla, en la lejana Cristianía al oír los relatos que su padre le hacía entre viaje y viaje...